Sobre todas las cosas y algunas otras
Peculiares días del idioma: lo folkórico y lo sefardí
Por Pedro Luis Barcia (*)
EL ARGENTINO
En los años en que era Presidente de la Academia Argentina de Letras –más de una década- cada año celebrábamos el Día del Idioma, en el seno de la Feria del Libro. Era tradicional que, llegada la fecha, dos o tres académicos asumían sendos discursos en una mesa de exposición que giraba en torno a los clásicos españoles, y, como figura axil, el Quijote. Cuando éramos alumnos en la Facultad de La Plata nos burlábamos de un profesor, más pesado que collar de melones, que no daba un paso sin compulsar unas papeletas resobadas en que tenía sus apuntes. Y se decía que en una clase comenzó: “El Quijote, cuyo autor es… cuyo autor es… Perdón, pero no traje mis papeletas”. Y, a propósito del libro mayor cervantino, para tranquilidad de muchos, quiero comentarles que solo uno de cada diez egresados de Letras lo ha leído íntegro al salir de la facultad. Pero ya se sabe la definición de Chesterton: “Clásico es un autor del cual se puede hablar sin haberlo leído”.
Entonces, ese año, decidí darle un enfoque distinto al Día del Idioma: hacerle espacio a lo más propio de nuestra voz folklórica: invitar a una coya auténtica a cantar bagualas, vidalas y coplas en nuestro sector académico de la Feria. Se me soliviantó el griterío de ocas palatinas de los cofrades, pues no le encontraban sentido a la propuesta. Y quedé solo, pero eso siempre me estimuló en la vida, y avancé en la planificación. Se me desmadró la cosa y me costó un Perú porque la muchacha invitada no quería subir sola a un avión, ave que nunca había pisado, y debí conseguir que una dama jujeña la acompañara. La coya llegó con tres cajas, para funciones distintas: una para bautizos, otra para casamientos y la tercera para funerales. No cambió de ropa (a la versión española de “El mismo perro con distinto collar”, nosotros hemos troquelado: “La misma coya con distinta pollera”) pero sí de caja, a las que iba bautizando con una ceremonia religiosa, y eligiendo madrinas para el sacramento entre la gente del público. Y comenzó con una baguala, a manera de elogio del instrumento de percusión, con una profunda lección de respuesta cristiana al dolor:
“Puta que es linda la caja. / Aunque ella tenga dos caras: / si un no le golpia la una, / ella, con la otra, le canta. // La cajita que yo toco / siente como mi persona: / unas veces canta y ríe, / y otras veces, gime y llora”.
El repertorio quedó a su voluntad. Nos llevó con la voz quebrada y áspera del canto norteño a otras geografías y a otros siglos, porque advertíamos huellas del cancionero español del XV en sus versos de bagualista y coplista. Enraizamos en la voz popular de nuestros ancestros españoles, transida por la nostalgia indígena y las menciones a nuestra flora y fauna. Era una forma honda de apropiamiento de una herencia a la cual se le ponía sello regional. Fue un momento mágico. Nos tuvieron que echar de la sala porque el público no se quería ir.
Al año siguiente, envalentonado por el resultado, no fui argentino: no repetí lo hecho, hice otra cosa, también novedosa. Con un cambio de volante, giré hacia otra fuente: y traje un cantor de canciones sefardíes, con guitarra. Esos cantares están compuestos en una modalidad del español que data de antes del siglo XIV, cuando España era Sefarad para los judíos, tierra en que convivían pacíficamente con árabes y cristianos, antes de la expulsión de la Península. Y esa tradición oral la han conservado en la diáspora del destierro: el Norte de África, en Asia Menor, los Balcanes Oriente próximo, etcétera. Las comunidades judías han preservado formas arcaicas, curiosísimas, que expresan la milenaria tradición bíblica asociada a las realidades de todos los días.
No hizo más que arrancar el cantor, un muchacho judío que contagiaba vivacidad al público.
“Morena me llaman / yo blanca nací, / de pasear galana / mi color perdí. // De aquella ventanicas / me arrojan flechas, / si ellas son de amores/ que vengan derechas”.
A la segunda copla, magníficamente cantada, largué sobre la mesa del escenario, y al olvido, mi exposición sobre “El romancero sefardita en García Lorca”, y comencé a palmear desde el escenario. Se prendió todo el público, y hasta algunos académicos oscilaban sus cabezotas, al contagioso ritmo guitarril. Fue otro exitazo.
Con esos dos gestos estábamos quebrando la monocorde celebración del Día del Idioma, centrada en la innegable obra de Cervantes, pero no reducible a ella. Rescatamos así materia viva de los centenarios hontanares populares de la lengua milenaria. Homenaje al pueblo, a los de a pie, desde una cajetilla Academia de Letras. Luego, otras academias de la lengua nos imitaron. Lo mismo nos habíamos anticipado en la nuestra -no bajo mi presidencia, sino antes- con la incorporación de la primera mujer en una Academia de la Lengua, antes que la RAE, por supuesto: a doña Victoria Ocampo (a quien burlonamente Abel Posse, en una novela suya hoy poco cursada como “Victoria O Agro”). También pudimos ser la primera Academia que incorporara a una autora de literatura infantil –materia desdeñada como menor o secundona- cuando la invité, en 2008, a María Elena que por tener ya quebrantada su salud, no quiso aceptar, pero sí convino en el homenaje que le hicimos en el que, además del discurso formal, le lancé un cogoyito que decía: “Mi señora María Elena, moza de cuento y canción,/ reciba este cogoyito/ de nuestra Corporación”.
* Pedro Luis Barcia es expresidente de las Academias Nacional de Educación y Argentina de Letras.
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