Raúl Alfonsín y el fin de la violencia política
Por Carlos Rosenkrantz (*)
Colaboré con Raúl Alfonsín durante y después de su gobierno. No me vinculé con él a través de la militancia política sino por mi pertenencia a uno de sus entornos intelectuales, la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico (Sadaf). Allí concurrían grandes académicos -Eugenio Bulygin, Eduardo Rabossi, Gregorio Klimovsky, Genaro Carrió, Carlos Nino, Jaime Malamud Goti, Martín Farrell, Iñaki Zuberbuhler, Juan Larreta, entre muchos otros- que por sus ideas habían abandonado en buena medida lugares destacados en la universidad pública argentina y realizaban sus investigaciones en el ambiente intelectual más estimulante de esos años. Alfonsín recurrió a muchos de ellos para articular su programa de gobierno y yo, junto con otros jóvenes, asistí a Farrell, Nino y Malamud Goti, quienes asesoraban a Alfonsín en cuestiones institucionales y de derechos humanos. Luego asesoré a Alfonsín en la Convención Constituyente de 1994 y continué una fluida relación con él hasta su muerte.
Reflexionando retrospectivamente sobre su personalidad, encuentro que Alfonsín encarnaba rasgos que no se han presentado a menudo en otros líderes argentinos y que sin duda son muy necesarios para nuestra época.
En primer lugar, Alfonsín gozaba de una increíble aptitud para entender la singularidad del momento. Un gran político, decía Isaiah Berlin, es quien tiene la capacidad para integrar impresiones, amalgamar información multidimensional, evanescente y mutable y así comprender acabadamente su sociedad. Además, es alguien capaz de cambiar las nociones de lo que colectivamente se quiere hacer y lograr. Alfonsín tenía ambas capacidades. Por ello, identificó el imperativo de su época: terminar con la violencia política en la Argentina. Lo convirtió en una bandera de lucha que propios y ajenos pudieron compartir, al punto de que hoy casi todos consideramos un sacrilegio antipatriota la reivindicación de dicha violencia.
Un gran hombre
Además de un gran político, Alfonsín era un gran hombre, en el sentido en el que Stefan Zweig atribuyó dicha calidad a Montaigne en su biografía. Allí Zweig sostiene que lo que caracteriza a un gran hombre es la disposición a conservar sus particularidades y seguir siendo él mismo, viviendo de acuerdo con las reglas en las que cree y que constituyen su individualidad, aun en el medio de la debacle de su tiempo y su entorno.
Alfonsín nunca se abandonó al cambiante humor que lo rodeaba. Son síntomas contundentes de esta disposición su constante militancia por los derechos humanos, incluso durante la dictadura cuando era personalmente riesgoso hacerlo, y su categórica, temprana y solitaria reprobación de la Guerra de las Malvinas cuando esa posición era totalmente impopular en una Argentina casi unánimemente cebada por la esperanza del éxito militar.
En tercer lugar, y sorprendentemente para un político con sus responsabilidades, Alfonsín era sensible al mundo de las ideas. Quizá por esa razón convenció a muchos intelectuales y filósofos del derecho de su aptitud para liderar un momento muy difícil de la Argentina. Este fue un interés que progresivamente ocupó un rol importante en su vida personal.
De hecho, casi al final de su vida en 2006 se adentró en los complejos vericuetos de la filosofía política y publicó un libro titulado Fundamentos de la República Democrática, que tuve el placer de presentar. Encaró la reflexión filosófica con gran gusto y dedicación. Su afición por las ideas explica, por otro lado, cómo modeló su época. En efecto, en la primavera democrática Alfonsín hizo que en lugar de la economía y la gestión fueran las ideas las que moviesen a la política y determinasen, durante algún tiempo, el sentido del voto de la ciudadanía.
En un rasgo personal que quizá sea más desconocido, Alfonsín era un ciudadano al servicio del deber. Su famosa frase “No pude, no quise o no supe” revelaba la amargura personal de no haber podido contribuir a mejorar nuestra vida colectiva como él creía que le era exigido. Este duro juicio de Alfonsín acerca de sí mismo, que enunciaba con tristeza, es enormemente impiadoso. Todos esperábamos de él que resolviera todos los problemas argentinos. Creíamos que es posible de inmediato trascender nuestras limitaciones y reparar todos nuestros errores pasados. Alfonsín hizo todo lo que estuvo a su alcance para contribuir a sentar las bases de un proyecto común. Fue un líder que, por sobre todas las cosas, nos educó. Nos inculcó la virtud del patriotismo constitucional, esto es, la disposición a considerar que lo que nos hermana con otros es la común e incondicional sujeción a nuestra Constitución. Nos adoctrinó en la virtud secular del civismo, que determina que el verdadero respeto pasa por acatar las normas que nos vinculan. Y nos mostró que un buen liderazgo se define también por lo que no se está dispuesto a hacer.
Para algunos historiadores que creen en la inevitabilidad de la historia, la comprensión del pasado requiere el análisis de fenómenos estructurales sobre los que los individuos tenemos poca o ninguna influencia. Para otros, en cambio, la historia no es sino el resultado contingente de acciones individuales. No estoy seguro de cómo debe saldarse esta discusión. Pero creo que resaltar rasgos de la personalidad de Alfonsín nos puede ayudar a calibrar mejor la lente con la que juzgamos, desde posiciones que se mueven con el tiempo, su valor personal y su contribución al proyecto común en que debe consistir nuestra Argentina contemporánea.
(*) Carlos Rosenkrantz el presidente de la Corte Suprema de Justicia y este artículo se publicó en la edición de ayer del diario La Nación.