María Rosa Caviglione de Batto, maestra jardinera
Ayer se conoció el lamentable fallecimiento de María Rosa Caviglione de Batto, cuyo nombre e historia está asociado en Gualeguaychú a esa maestra jardinera, que de algún modo fue pionera; si por pionera se entiende “adelantada”, “fundadora” y “precursora”.
Gracias a ella generaciones enteras pudieron descubrir la alegría del juego y la incorporación de hábitos elogiosos en esos primeros años de la infancia donde todo es fascinación y aprendizaje.
La profesora Caviglione de Batto conmovió su época cuando en la casa de sus padres primero, y luego en el garaje de su casa familiar, convocaba todos los 1º de abril para concurrir a clases en el Jardín de Infantes “Mi Cielito”.
El sábado 28 de mayo de 2011 EL ARGENTINO publicó una entrevista con ella, donde reflexionó: “No sé qué nos pasa a los adultos que no les enseñamos a los niños a jugar”. Una interpelación que es una enseñanza de vida.
“Mi Cielito” fue como un paraíso terrenal para ella. Estuvo desde 1951 hasta 1978, cuando los dolores de columna ya le impedían agacharse “para estar a la altura de los niños”, como ella misma se ubicaba y que daba cuenta de su grandeza de alma.
Había nacido el 27 de octubre de 1930. Egresada tanto en la primaria como en la secundaria de la Escuela Normal “Olegario Víctor Andrade” (ENOVA), en esa casa de estudio también se recibió en 1950 de Maestra Normal Nacional.
“El misterio del pizarrón, el aula como un mundo tan personal que sólo se abarca con el alma, las mesitas rodeadas de miradas y expectativas infantiles, una mano descubriendo la magia de los colores mientras seguramente se muerde la punta de la lengua como acompañando el esfuerzo, el sentirse ´grande´, el escuchar las historias en forma de cuento, el aprender canciones entre risas y juegos”, representan un tiempo que ningún adulto debería olvidar, se reflexionó en aquel diálogo con EL ARGENTINO de mayo de 2011.
Ella reconocía que su vocación como maestra jardinera la empezó a abrazar desde la más tierna infancia. Las señoritas maestras de la primaria ya la invitaban a descubrir un mundo maravilloso a través de la educación.
El 1º de abril de 1951 abrió su propio Jardín de Infantes con 29 alumnos inscriptos en la casa de sus padres de Urquiza 670 y funcionó allí durante cuatro fecundos años.
Luego contrajo matrimonio con Guillermo Batto en noviembre de 1954. Y el 1° de abril de 1955 vuelve a abrirlo, pero esta vez en su casa de 9 de Julio 25.
Hay que imaginarla a la profesora Caviglione de Batto con su guardapolvo celeste, frente a sus alumnos con guardapolvos blanco y con moño celestes con puntitas blancas, como representando las nubes. Los nenes con jockey blanco y las nenas con vinchas blancas. Todos formando en la vereda de calle 9 de Julio 25 para ingresar a “Mi Cielito”.
Para comprender la dimensión de esta vocación que es toda una responsabilidad, el jardín funcionaba en horario de tarde, aunque en más de una oportunidad tuvo que habilitar el turno mañana por la cantidad de inscriptos. Porque para ella nadie debía quedarse sin su banco.
“Los niños son niños siempre. Claro que antes, me parece, los niños ejercían mucho más la imaginación, incluso para jugar. No sé si será la televisión o las computadoras, pero observo que los niños ya no juegan con juguetes o no saben jugar entre ellos. Antes era evidente que los niños jugaban y ahora pareciera que no saben jugar. No sé qué nos pasa a los adultos que no les enseñamos a los niños a jugar. Es una pena”, reflexionó con su tono siempre amable en aquella entrevista con EL ARGENTINO de mayo de 2011.
Las clases comenzaban a las 14 hasta las 16:30. Pero ella, quince o veinte minutos antes ya estaba con su guardapolvo celeste esperando a sus alumnos. Confesó que le gustaba verlos llegar, porque esperarlos era también respetarlos. Era la época en donde los transeúntes ocasionales que pasaban a la hora de la formación, respetaban ese momento, dado que se iba a ingresar a un espacio sagrado como es un aula.
Un alma como la de María Rosa Caviglione de Batto es imposible de despedir. Ella ahora se enciende como un faro, e ilumina esa experiencia que implica educar; porque hoy más que nunca educar es un acto de amor indispensable para la vida en sociedad.
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