OPINIÓN
La Argentina como síndrome de Estocolmo
Por Mario Mactas
El 23 de agosto de 1973 el presidiario con permiso transitorio, Elik Olsson, robó a mano armada en la localidad de Norrmalmstorg, en Estocolmo, con el agregado del secuestro, durante seis días, a tres mujeres y un hombre. Por dichos actos debió entregarse.
Tras el asedio de la policía, fue juzgado y condenado a una pena extrema, pero Olsson exigió durante ese tiempo, tres millones de coronas, dos pistolas, un casco y chalecos antibalas.
El famoso secuestro tuvo lugar en un banco y ante lo que estaba pasando el primer ministro Olaf Palme, de inmediato se comunicó con el delincuente para convencerlo de desistir y liberar a los cautivos, con quienes habría construido una relación de afecto, empatía y aún enamoramiento, como en el caso de Kristin Ehnmark, quien no solo se negó a declarar durante el juicio sino también besó largamente al asaltante frente a los fotógrafos.
El criminólogo Nils Bejerot denominó a lo ocurrido, síndrome de Estocolmo. Desde entonces se emplea el término en cada ocasión en donde la víctima desarrolla un vínculo positivo hacia su captor como respuesta al trauma del cautiverio.
No menos fama tuvieron, entre muchos otros, los casos de Patricia Hearst, hija del magnate de la prensa, capturada por llamado de un Ejército Simbionés de Liberación, denominado así ya que Simbionés tiene que ver con “simbiosis”, un intercambio de beneficio mutuo. Lo que hace aún más extraño el objetivo.
La joven en ese entonces rehusó cualquier rescate y se unió a sus apresadores hasta atacar un banco como en Estocolmo. Tras el hecho fue condenada a prisión, pero al poco tiempo resultó indultada por el presidente Carter, para años más tarde convertirse en actriz.
Los casos famosos se reúnen apaciguados con los de todos los días y las interpretaciones son variadas.
Está clarísimo que la Argentina es un país afectado por el síndrome de Estocolmo, tanto en el territorio social, como en el económico y el político. La historia se muestra gorda en frustraciones, proyectos soñados y destruidos, una velocidad para el empobrecimiento sin antecedentes, el crecimiento de la violencia y la criminalidad.
A pesar de que se habla de la recuperación democrática, en una compleja actitud colectiva se llama a los peores de cualquier color, en victorias de juguetes que alcanzarán un período y serán expulsados por complots, o alcanzarán dos, el segundo siempre desastroso.
Mutatis mutandis, la patología enarbolada por el síndrome de Estocolmo es pasto para el descalabro que se ha llegado de manera inaudita. Alrededor, en la región, los países mejoran en los recientes veinte años. La Argentina da marcha atrás sin parar.
El planeta político abunda en desconocidos, mediocres y oportunistas. Pero, el síndrome no es fácil de resolver: se trata de un diagnóstico post traumático, solo que para cada uno necesita su desastre especial, propio, y un nuevo tratamiento.
Como el enfermo que sufre una adicción rechaza un tratamiento y no es capaz de reconocer qué es lo que le está pasando, la Argentina parece necesitar mentiras, desocupación o trabajo sin que se pueda alcanzar a la inflación, sindicatos y gremios que se adjudican la protección de defensa de “los trabajadores”, es decir de sus afiliados amarrados a sus mandatos y atropellos para que los jefes se aumenten sus fortunas con desparpajo.
El Estado es un botín a ser repartido y la desigualdad brutal y los impuestos conforman una inmensa masa lisérgica. La ejemplar producción agroindustrial se tiene como enemigo oligárquico (olvidado por historiadores el discurso de Perón “Volver al campo”), con cada gobierno los elegidos que tienen un poder de extorsión piden audiencia para hacer una sola pregunta: “¿Qué hay para mí”?.
Miles y miles de argentinos subsisten en cuchas subhumanas mientras se propone la distribución de penes de madera, el derecho a la menstruación y se urden miles de millones en partidas con destinos extravagantes.
El síndrome de Estocolmo -aquí no se trata de un ensayo sino de ver qué ocurre de verdad- es difícil de prosperar con tratamiento. No imposible, pero muy difícil.
Un soterrado anhelo de esclavitud surge una y otra vez. No es complicado: de lo contrario no probarían otra vez los períodos interrumpidos, las hiperinflaciones, las hordas apedreadoras, la chusma feroz de las barrabravas al servicio de lo que se pueda requerir desde los arrabales de la política.
Estudios de mucha seriedad establecen que quienes no pueden ni quieren salir del síndrome de Estocolmo están conformados por un 70% de aquellos que antes han sufrido el maltrato, el desprecio, el abandono, el fracaso.
Está todo dicho.
El tiempo, aunque no sabemos qué es en realidad, se trata de algo no resuelto. Hace cambios, nos nace y nos modifica hasta irse a las praderas celestes.
¿Podrá la Argentina superar el síndrome de Estocolmo o pasará a la categoría de cronicidad?
Habrá que ver.