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Diario El Argentinoviernes 26 de abril de 2024
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La venganza

La venganza

En un pueblo portugués cercano al mar, en la iglesia de un viejo convento que hoy oficia de colegio religioso para varones, hay un hermoso retablo barroco, raro como un gato de un solo ojo. Digo raro porque representa el cielo, el purgatorio y el infierno, cada uno con sus diferentes comodidades y sus diferentes huéspedes. No hay otra obra igual en toda Europa, tan precisa en la temática de los tres destinos posibles.

Es así que el Cielo tiene ángeles flotantes al por mayor, campesinos labrando los campos celestiales, monjes y monjas de caras luminosas, el Señor Dios presidiendo en las alturas, los apóstoles, la Virgen también levitando, cervatillos, ardillas, pájaros trinando en silencio y un sinnúmero de beatos, santos y gente buena, disfrutando de las cinco estrellas de su buen comportamiento en vida, entre flores y mariposas.

El Purgatorio es menos lujoso y más traumático. En la parte baja hay personas desnudas, convenientemente cubiertas por llamas que les llegan hasta la cintura, con expresiones de dolor y esperanza, mientras arriba revolotean ángeles, sacando alguno de los chamuscados para llevárselo volando al Cielo, mágicamente cubierto de un manto que en el fuego no tenía y que impide verle las “partes”.

El infierno es un despliegue de caras acongojadas, de bocas abiertas profiriendo lastimosos alaridos, de llamas altas que atizan unos horribles diablitos con horquillas de dos dientes.

El Diablo preside, con su cuerpo perfecto enfundado en un “body” colorado, con sus cuernos y su cola terminada en anzuelo. En la franja inferior, asquerosos bichos de gran belleza de factura, muestran la prodigiosa imaginación del artista y todo el conjunto está enmarcado con volutas negruzcas de humo que le dan un aspecto siniestro.

Estimado lector, como Ud. Ya se lo imaginó, el retablo es una obra de arte maravillosa, una joya del pasado con sus casi cuatrocientos personajes tallados a mano, de la altura de un altar importante, totalmente realizado en madera, policromado, dorado a la hoja y bruñido. El tiempo lo ha castigado con algunas enfermedades, tal la carcoma odiada, el despelleje de algunas zonas demasiado salientes y la pátina de grasa que han dejado millones de velas encendidas durante las misas en los quinientos años que tiene de existencia. Con esfuerzo y en base a colectas, los curas educadores han logrado restaurarlo, quitarle los gusanos hambrientos y ahí está (atención al tiempo de verbo) adornando la mirada de los fieles.

Bartolomeu Da Silva es un alumno de quinto año, que se ha defendido de la expulsión durante largo tiempo, aprovechando la bondad del cura rector y la buena posición social y económica de sus padres, que se han ocupado de solucionar con ofrendas los desmanes. El padre de Bartolomeu puso dinero y personal para colaborar en la limpieza y restauración del retablo, cosa que a nuestro niño malo y tonto le hizo sentir algo así como una “pertenencia” de la obra de arte.

Nuestro desventajado estudiante dejaba mucho que desear. Sus notas bailaban la danza de la muerte y los exámenes terminaban en fracasos imposibles de disimular. Así funcionó la historia de Bartolomeu hasta que cambió el cura rector y apareció uno nuevo, seco, exigente y poco dispuesto a tratos salvadores de la incompetencia escolar.

Tal es así que el último año del bachillerato de nuestro portuguesito empezó a correr el peligro de repetirse; sin la protección del viejo rector complaciente, la aprobación del ciclo corría peligro.

De nada sirvieron las visitas de la familia, las colaboraciones del padre de Bartolomeu, el cordero de fin de año en la mesa de los curas y las botellas de “vinho verde” del mejor. Cuando terminaron las clases en julio, nuestro alumno fue condenado a repetir su último año.

Con la falsa convicción de que el rector lo odiaba y le impedía entrar el próximo año a la universidad junto a sus amigos, Bartolomeu empezó a acariciar una siniestra idea.

Una cálida noche de verano, con el colegio en plenas vacaciones, se coló a la iglesia munido de una damajuana de kerosene, roció el hermosísimo retablo hasta lo más alto que alcanzó, se alejó a una conveniente distancia, encendió tranquilamente un cigarrillo, le dio algunas pitadas y lo arrojó contra el altar humedecido, que se encendió al instante como una pira.

La madera antigua, debilitada y arenosa no dio tiempo a controlar el siniestro y mientras Bartolomeu se ponía a buen recaudo, el retablo se derrumbó pulverizado, sin que quedara una sola cabecita, un solo ángel, un solo animalito del paraíso. El incendiario al ser descubierto argumentó que había quemado el altar porque el padre había pagado las reparaciones y por lo tanto, el tenía derecho a destruirlo si se le daba la gana.

Dice el viejo adagio que un tonto tira al mar el valioso diamante del rey y diez sabios no pueden recuperarlo.

Pipo Fischer

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