...
Sissi
Todos los que tenemos “una edad” como dicen los españoles, nos acordamos de Romy Schneider, haciendo el papel de la duquesa nacida en Munich, que terminaría siendo emperatriz.
La actriz tiene cosas en común con la verdadera Sissi: la belleza deslumbrante y el trágico destino. Criada en el seno de una familia noble, no cortesana, Isabel Amalia Eugenia vivió una vida campestre y romántica en su castillo de Possenhofen, a orillas de un sereno lago. En una visita a Austria, acompañando a su hermana mayor, candidata segura a casarse con el emperador Francisco José, el destino jugó su primera carta. El joven emperador se enamoró de Sissi. Ignorando los consejos de su madre, se casó con ella, que tenía apenas 16 años, “enamorado como un cadete”, según sus propias palabras. El emperador era guapísimo y joven, pero vivía sumergido en un complicado protocolo cortesano que Sissi no pudo asimilar. Su suegra, la archiduquesa Sofía, que también era su tía (hermana de su madre) le fue quitando los hijos que nacían, considerándola incapaz de criarlos como debía. Su marido, ocupadísimo con la administración del vasto imperio, dejaba espacios en blanco que la emperatriz utilizaba para hacer su vida. Así fue como comenzó a viajar por su cuenta, a pasar largas temporadas en Possenhofen como si fuera soltera, chocando con su suegra y con la corte que la veían “rara”. En contra de la opinión de Francisco José, la emperatriz rebelde viajó a Hungría llevando a sus dos hijas pequeñas que para su mala suerte enfermaron. La hija menor de dos años murió de tifus y ese suceso horrible marcó para siempre a Sissi que comenzó una tortuosa vida, alejándose cada vez más de su esposo y sumida en una profunda depresión. Casi no comía. Pasaba semanas alimentándose de helado. Su cuota de proteínas la cumplía el jugo de la carne prensada y el pescado hervido. Un médico de hoy le hubiera diagnosticado anorexia. Cumplía con su presencia en los actos ceremoniales y desaparecía a los pocos minutos de haber entrado. Consumía cocaína por prescripción médica, según la usanza de aquellos tiempos y la obsesión por su figura y su cabello creció hasta límites patológicos. Cada día medía su cintura de avispa y ante el menor cambio dejaba de comer, hasta volver a sus medidas ideales. El pelo le tocaba los talones. El lavado semanal con huevo y cognac, duraba el día entero y los complicados peinados, que luego copiaron todas las nobles de Europa, eran creados por una peluquera Fanny Angerer, que ella tenía contratada en exclusividad. Había que desenredar su cabello sobre una sábana blanca, porque Sissi controlaba la caída; la peluquera muchas veces se guardaba los pelos desprendidos en sus mangas, para evitar alterarla. Como no era feliz, se vengaba todo el tiempo de su suegra y su marido, creando pequeñas situaciones que desafiaban el orden de la casa imperial. Se hizo tatuar un ancla en el hombro, algo impensable en una dama de alcurnia. Amaba los animales, era una gran amazona y caminaba con sus perros por los salones del palacio imperial, cosa que no estaba permitida. Varios papagayos compartían sus aposentos.
Escribió poemas, prosas y cartas que, por orden suya, fueron guardados celosamente después de su muerte y sólo vieron la luz a finales del siglo XX. No son literariamente hablando obras interesantes, pero dan un estremecedor testimonio de su desgraciada existencia cortesana. “Ojalá nunca hubiera dejado el sendero que a la libertad me había de conducir. Desperté en un calabozo con esposas en las manos. Maldigo en vano ese momento en que, a tí, libertad, te perdí…” Sus dos libros de poesía fueron “Cantos del Mar del Norte” y “Cantos de invierno”.
La vida aún tenía sorpresas que terminarían de destruirla por completo. Su hijo amado, el heredero, el hermosísimo Rodolfo, criado para ser soldado, pero lleno de sensibilidad, amante de la música, apareció muerto junto a su amante en el coto de caza de Mayerling. El crimen nunca fue resuelto, el cadáver de la mujer fue sacado en secreto de la escena y los golpes y cortaduras que ambos tenían, no dejaban claro en que condiciones murieron. Sissi se vistió de negro para siempre y comenzó a viajar sin descanso, ausente, incomunicada con los demás.
Al cumplir 35 años cubría su rostro con abanicos y mantillas, tratando de disimular la falta de dientes y la “vejez” que ya, según ella, llamaba a su puerta.
Pasaba temporadas en Hungría que la coronó reina. Con el pretexto de una tuberculosis incipiente se pasó dos años en Portugal. Visitó casi toda Europa, llevando siempre sus sesenta baúles y sus medicinas exóticas, que incluían el opio. Su yate “Miramar” ancló en los más importantes puertos. Curiosamente, visitaba los manicomios de las ciudades adonde llegaba.
La fantástica villa de Corfú, un palacete multicolor de dudoso gusto arquitectónico pero pleno del sabor de la época, con sus acentos de la Grecia clásica combinados con las pinturas murales folletinescas de moda entonces, fue refugio de su dolor.
Una mujer inteligente, culta, noble de nacimiento, que hablaba y escribía alemán, inglés, francés, húngaro y griego, a quién los dioses no quisieron favorecer con la felicidad. Cuando ví en su museo de Viena, los aparatos que usaba para hacer gimnasia diaria, me acordaba de las viejas damas de Gualeguaychú, gordas y apoltronadas que sólo caminaban desde el asiento al altar para comulgar. ¡Jaja!...
Romy Schneider tuvo que ver a su hijo (David) adolescente ensartado en la reja de su mansión, mientras intentaba trepar porque no tenía llave y nadie respondía al timbre. Ironía trágica del destino que la hermanó con su personaje cinematográfico. Murió joven, deprimida y aislada del mundo en extrañas circunstancias.
El final, estimado lector, no fue presentado en ninguna película edulcorada: caminaba Sissi por la costanera del lago Lemán en Ginebra, haciendo tiempo para tomar un barco de paseo. Un desconocido tropezó con la emperatriz, que sólo iba acompañada de una de sus damas. Sissí cayó al suelo y se incorporó. Siguieron andando y subieron al barco. Se desvaneció en la cubierta. Al abrir el vestido para que respirara mejor, encontraron una gota de sangre en su corpiño y luego un pequeño orificio a la altura del corazón. Luigi Lucheni, el hombre con quién había tropezado, le clavó un punzón con tanta eficacia que la emperatriz no se dio cuenta de lo que había sucedido. Murió horas después y sus últimas palabras fueron: ¿qué me ha pasado?... una pregunta difícil de responder.
Pipo Fischer