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Mister White
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Años atrás, tuve una experiencia semi-asesina que hoy, aliado con el tiempo que indulta siempre, me atrevo a contar. Estaba de visita en una casa señorial del Barrio Parque en Buenos Aires, porque tenía que entrevistarme con una gran estrella de las antiguas, bella y lánguida, transformada por la fama y un socorrido casamiento, en gran dama de la alta sociedad. Como corresponde, la mucama que me atendio, me hizo pasar a una enorme sala y me pidió que esperara por favor un minuto, que avisaría a la señora. Me senté tranquilamente, previendo que la espera sería larga como jubilación de lechero. Reinaba silencio total en la casa, era cerca del mediodía. Un jadeo me sacó de mis pensamientos. En algún cuarto contiguo había un ser vivo que respiraba de una manera muy particular como si tuviera asma. Al rato apareció un enorme Bulldog blanco que me olfateó cuidadosamente, me miró con sus ojos de carnero degollado y se fue, para regresar con una pelota pequeña. Como el perro parecía amigable, a pesar de su presencia contundente, me pareció posible sacarle con cuidado la pelota de la boca y lanzarla por el piso como una bocha de madera. El animal salió disparado a buscarla y la depositó nuevamente a mis pies, dejando claro que el juego era arrojar la pelota para que el me la traiga. Entusiasmado con Mister White (luego supe que ese era su nombre) y no teniendo nada mejor que hacer, me ocupé durante un largo tiempo del juego, haciéndolo ir y venir mil veces, sin notar que su jadeo era cada vez más marcado y el trote más cansino. Yo nunca tuve el don de la ubicuidad. Hablo demasiado. Digo lo que no tengo que decir en el lugar donde no corresponde, no escucho, no registro las señales que me dan los demás y si hoy estoy más civilizado es resultado de un gran esfuerzo personal, de los coscorrones verbales que me da mi hija cuando me recuerda que están reapareciendo los viejos defectos y de la edad, que disipa los humos como nadie.
Volviendo al perro, querido lector, debo decirle que de pronto comenzó a hacer unos ronquidos raros, la respiración se le dificultó más y se alejó hacia el interior de la casa en un estado tal que me asusté. Cuando me llevaron al jardín adonde mi amiga estrella me esperaba, me cuidé muy bien (por suerte) de contar lo que había hecho con Mister White, porque un instinto primario de preservación me hizo callar. Un rato después vino la mucama alarmada a contar que el perro estaba muy mal y mi amiga corrió a llamar al esposo y al veterinario. Cuando ambos se apersonaron, el poderoso marido de mi amiga y el doctor, fuimos al cuarto de juegos adonde el perro echado en el piso con la lengua afuera emitía unos lastimeros gemidos y respiraba fuerte como una locomotora. Mientras lo asistían, colocándole una inyección para el corazón, me fui enterando de que el Bulldog era inglés de nacimiento, que costaba una fortuna, que el dueño de casa lo cuidaba celosamente porque tenía deficiencia cardíaca y que era el padrillo más buscado de Argentina y de varios otros países, ya que su pureza de sangre era legendaria entre los criadores de la raza. El perro quedó compensado, el veterinario, muy contrariado por el suceso, recordó que él había dado orden de no fatigar al campeón haciéndolo correr o andar demasiado. Todos en la casa convinieron que el perro estaba controlado, que caminaba lentamente cada mañana para dar vuelta la manzana y luego se quedaba tranquilo el resto del día. El dueño del perro estaba furioso; preguntaba si el hijo de la mucama lo había estado movilizando los últimos días sin su permiso. La mujer insistía en que el niño sabía perfectamente que no había que excitarlo.
Recuerda estimado lector que le dije que yo no tenía el don de la ubicuidad?...pues debo aclararle que en ese momento me curé de mis defectos y me callé la boca. No conté que yo era el culpable del problema de Mister White. Es más, cuando lo ví nuevamente con mi amiga y el veterinario, fingí no conocerlo y evité contar los detalles del “jueguito” al cual lo había sometido. Las casas grandes tienen esa virtud: uno puede estar tocando en el piano del salón el “Claro de luna” mientras en el patio del fondo están matando un chancho. Afortunadamente, la mucama trajinaba sus quehaceres del mediodía, mi amiga estaba en su cuarto dibujándose la cara, el amo en su oficina y el niño en el colegio mientras yo zangoloteaba a Mister White en una batucada que casi lo mandó al otro mundo.
Pipo Fischer