Entrevista a Raúl Almeida
“Sin esperanza, sin capacidad para movilizarse hacia el deseo, sin sueños, es imposible abrazar la vida”
Raúl Almeida es el responsable del Museo Arqueológico “Manuel Almeida”, que fundó su padre.
El menor de siete hermanos, le dio continuidad -junto a ellos- a esa obra vinculada con un aspecto hasta entonces oculto de la identidad de Gualeguaychú y de la región.
“Somos siete hermanos: Eduardo y Guillermo, ambos son ingenieros agrónomos. Juan Carlos, es carpintero. Susana, fue docente y está jubilada. Jorge, es cura y pescador. Cristina, es profesora de Geografía. Y yo, que soy el menor”, dice Raúl, este baqueano del río, asambleísta y que trabaja también en el Poder Judicial.
“El gusto por la naturaleza, disfrutar del aire libre, el cuidado del río, el amor por los antepasados, es algo que nuestro padre nos legó en vida. Él de joven siempre estuvo vinculado con el río. Salía con sus amigos a pescar, era un gran nadador. Era costumbre de la familia irse de campamento durante el verano. En casa tenemos fotos y allí con seis meses de vida aparezco en un campamento en el Ñandubaysal”, sostiene a manera de antecedente y orgullo
La actual gestión municipal cedió a través de un comodato a la Asociación “Centro de Estudios Arqueológicos Manuel Almeida”, el inmueble ubicado en 25 de Mayo 533, entre Mitre y Tres de Febrero, cuyo destino será el emplazamiento del museo perteneciente al denominado Centro, recuperando el espacio perdido años atrás.
EL ARGENTINO entrevistó a Raúl Almeida en la tarde del miércoles. Para ello, se navegó el río Gualeguaychú hasta un cerro indio ubicado en los campos de Boari, poco antes de Puerto Boca y frente al arroyo San Lorenzo.
Los chaná creían que en los cacharros de la cocina, en sus ollas y platos habitaban los espíritus buenos. Por eso cuando se trasladaban de un punto a otro, no podían llevar sus vajillas debido a que eran pesadas. Entonces rompían sus cacharros para que esos espíritus buenos lo siguieran en su travesía. Hoy en los cerros indios se encuentras miles y miles de fragmentos de cacharros.
En el diálogo que sigue, Raúl Almeida da cuenta de algunos de esos fragmentos, iluminado por el espíritu bueno que caracterizó a su padre don Manuel, el hombre que vislumbró el rostro de la memoria.
-¿Y cómo descubrió su padre estos cerros indios?
-A través de las salidas de campamento, de andar de recorrida por el río. Porque podemos amar mucho al río, pero eso no implica que uno sea un observador. Una de las cualidades de mi padre fue justamente el saber observar. Observar y apreciar. Y en esas recorridas se dio cuenta que las elevaciones de la costa no eran otra cosa que cerros indios. Los primeros hallazgos se hicieron en lo de Boari, que es donde ahora estamos haciendo la nota y aquí en frente, sobre el arroyo San Lorenzo. Las primeras salidas que recuerdo de la infancia, era venir por agua en canoa, instalarnos en campamento por estos lugares y disfrutar por días de la búsqueda y el hallazgo.
-¿Y cuánto tiempo estaban acampando en el cerro?
-Normalmente un fin de semana y si era largo, mejor. En el verano y en el receso escolar de invierno, era durante todas las vacaciones. Era venir, instalarse con la carpa y salir a “leer” la historia a partir de lo que se observaba en la tierra. Al principio mi padre realizaba estos estudios con mis hermanos mayores porque yo no tenía edad para andar con los más grandes. Entre mi hermano mayor y yo que soy el menor, hay una diferencia de 16 años.
-¿Y a qué edad quedó “habilitado” para compartir el campamento de los grandes?
-A los diez años hice mis primeras experiencias, mis primeras incursiones. Luego mis hermanos tuvieron que seguir estudiando y así acompañé a mi padre con sus investigaciones y sus campamentos.
-Entonces las primeras experiencias fue en el Ñandubaysal y luego las excursiones que implicaba irse más lejos.
-Así es. Porque en la etapa donde mi padre comenzó a trabajar fuerte o de manera más intensa, fue la de conocer estos lugares. Fue en esa etapa donde más lo acompañé. Y así pasamos de recorrer estos lugares a incursionar por la costa del río Uruguay, siempre siguiendo datos que mi padre investigaba. Así llegamos a Puerto Landa, por ejemplo, donde encontramos importantes yacimientos arqueológicos.
-¿Pero se caía a un lugar y se excavaba?
-No. Se habitaba un lugar y luego de una minuciosa lectura del paisaje se comenzaba a rastrillar de manera muy lenta. Antes que todo, debíamos saber y manejar con el más mínimo detalles los métodos de excavación. Si algo aprendí de mi padre fue a no improvisar desde la ignorancia. Primero saber lo que vamos a hacer y luego ser meticuloso con los procedimientos, sin dar ninguna concesión bajo ningún aspecto. Esto es clave, porque la pieza perderá gran parte de su valor sino está acompañada por el registro de cómo se la encontró, con qué método se excavó y la descripción minuciosa de su contexto.
-Era como leer en el paisaje…
-Justamente, papá llamaba a esta tarea “leer el paisaje”. Él decía que había que ser cuidadosos con esa lectura; porque si prevalecía la torpeza al momento de excavar, se rompía una página de la historia y nunca más alguien podría saber qué había ocurrido en ese preciso espacio. Es decir, para no perder esa página había que leerla bien en el terreno. Ese es el valor que tiene abrazar el concepto de la preservación. Observo que en muchos lugares rurales e isleños se hacen trabajos de zanjeo sin los más mínimos cuidados y así se rompen páginas clave para conocer ese pasado que está registrado bajo tierra. Cuando se hacen esos trabajos de zanjeo, que pueden ser muy necesarios, se hacen sin los cuidados correspondientes y nos quedamos sin una página importante para comprender el pasado. Se pueden hacer las dos cosas: hacer el zanjeo o los trabajos que se necesita y al mismo tiempo “leer” esos registros. Por ejemplo, aquí en lo de Boari se tuvo que hacer un estudio de impacto arqueológico antes de comenzar a levantar las cabañas. Y está bien que así sea, porque esto es patrimonio de todos, aunque esté en la propiedad de Boari. Pero no todos los propietarios tienen ese compromiso y esa convicción.
-¿Pero su padre no sólo se interesó por los cacharros sino por quién era ese ser que los utilizó?
-Ese fue un gran aporte que hizo. La primera etapa que recorrió mi padre fue la de interesarse sobre los cacharros, saber cómo fueron construidos, la forma en que se pintaron, qué materiales se usaron. Luego, pasó a la etapa de interiorizarse sobre la persona que los utilizó. ¿Qué estaba haciendo ese individuo en el cerro? Y ahí fue cuando se sumergió en los Archivos de Indias y comenzó a conocer qué hacía el Chaná en esta zona y descubrió que eran seres respetuosos de la madre naturaleza y tenían una alta conciencia sobre su entorno. Y justamente por no conocer esa historia nos hemos perdido como sociedad importantes aprendizajes que hoy nos vendrían muy bien. Por ejemplo, en materia familiar haber aprendido el respeto a los niños y a los ancianos; y en lo ambiental, el cuidado y respeto al entorno, para citar dos casos.
-Si las salidas a acampar era parte de lo vida cotidiana familiar, los equipos debían estar siempre listos.
-Así es. Siempre estaba todo listo para salir en cualquier momento. Como mi padre daba clases hasta el jueves, ya desde el viernes hasta el domingo poníamos en práctica lo planificado durante la semana. Casi sin excepción, así era siempre. Era como una cita de honor con la historia y con aquellos pobladores originarios. Además, en aquella época los caminos eran espantosos, lo que obligaba a preparar provisiones por si nos quedábamos aislados por las lluvias, lo que nos pasó en cientos de oportunidades. Mi mamá sabía cuándo nos íbamos, pero nadie podía asegurar con precisión cuándo volveríamos.
-Hay que imaginar que era un territorio inhóspito, agreste, salvaje, no apto para cualquiera.
-No sólo eso, que está vinculado con la geografía o la naturaleza. También era en términos sociales lo más parecido al país de los matreros, que bien lo retrató Fray Mocho. Las estancias, por ejemplo, tenían un límite, una frontera dentro de la misma propiedad que ni siquiera sus moradores se atrevían a cruzar. Era como una tierra de nadie. Por esos rincones anduvimos con mi padre, abriendo picadas, caminos, fabricando puentes. Recuerdo con emoción que arreglamos el camino a Puerto Landa. Se trata del mismo camino que había transitado Domingo Faustino Sarmiento cuando vino a Entre Ríos. Siempre imaginé por el estado en que lo encontramos, que después de Sarmiento nunca nadie más transitó por allí, salvo nosotros.
-¿Pero no funcionó un puesto de la Prefectura?
-Sí, en la década del ´60. Y lo que estoy referenciando ocurrió en la década del ´70. Pero la sensación de que nadie había andado por esos lugares, nos remontaba siempre a la historia. A veces nos agarraban períodos de mucha lluvia, y de manera obligada debíamos permanecer en el campamento diez o quince días. No existían celulares y no teníamos radios ni camionetas doble tracción. Una vez fue tanto lo que tardábamos en salir o en dar señales de vida, que vino un camión del Ejército a rescatarnos; porque siempre avisábamos cada salida que hacíamos. Para mí eran aventuras fabulosas. Uno de los que más salían era mi hermano Jorge, el que es cura. Cuando el venía del Seminario, era fija que saliera con nuestro padre de campamento y a excavar en algún yacimiento. Nunca la vivimos como una tarea pesada, sino todo lo contrario. “Peludear” en el barro, hacer caminos de palos para salir de zonas anegadas, quedarnos aislados un par de días por las lluvias, vivir en campamento y trabajar al lado de mi padre descubriendo la historia, fue una experiencia extraordinaria que nunca nos pesó como un sacrificio sino como una Gracia. Y todo el amor que le tenemos a la naturaleza nos viene de esas vivencias.
-¿Y cuando se cansaban de hacer excavaciones?
-Entonces salíamos a recorrer el monte. Así conocimos a algunos montaraces. Recuerdo a un viejito que vivía en medio de la nada o de todo, porque su hábitat era el monte y la isla. De él aprendí a respetar la naturaleza, a no sacarle nada que no vaya a utilizar.
-¿Puede citar algún ejemplo concreto de esa idea?
-Muchos ejemplos. Él se llamaba don Victorino Cepeda, cazaba nutrias con trampas que eran más bien cepos. Y en el campamento tenía como un hospital veterinario, muy rudimentario pero completo. La nutria que le servía tenía que tener determinado tamaño, por el cuero, que tenía que tener 70 centímetros. Entonces las nutrias que quedaban en el cepo y no daban las medidas, las llevaba al campamento, las curaba y las volvía a liberar. Era una persona analfabeta, pero muy sabia y con un gran sentido común. Vivía sólo en los montes y una vez le preguntamos si hacía mucho tiempo que no iba a la ciudad; y respondió: “No, hace poco fui. Hace como cinco años”. Esa respuesta lo describe de cuerpo y alma. Sus amigos eran los animales, especialmente los pájaros. Era un gran conocedor de las aves.
-¿Cómo lo conocieron?
-Una vez estábamos entrando al monte. En esa época mi padre tenía una Estanciera y un acoplado de madera, que todavía lo tengo. En esos caminos pantanosos, para pasar los badenes hacíamos como una empalizada. Una fajina de palos, dice la gente del campo. Y al cruzarlo, dos por tres los palos se caían. Don Victorino Cepeda andaba por esa zona cazando, y nos vio que estábamos lidiando con el barro y nos ayudó a sacar la camioneta y mi padre lo invitó a comer. Hizo un asado y vino don Victorino al campamento. Así nació la amistad.
-Además para esta gente rústica, tu viejo habrá sido importante.
-Había dos cosas llamativas. Por un lado mi padre era el profesor, el tipo que hacía investigaciones y que era respetuoso con su entorno. Y por el otro, que era lo más importante, era cordial y sincero con su semejante. La gente rústica lo valoró mucho por esas dos cualidades. Hay que tener en cuenta que esta gente estaba acostumbrada al destrato y con nosotros, especialmente con mi padre, se sentían de igual a igual. Y Victorino terminó haciendo su ranchada en los lugares donde nosotros hacíamos campamento. Al principio no había forma de hacerle entender que en los cerros indios iba a estar más cómodo, por lo menos sin agua. Pero él se negaba porque decía que no podía vivir en donde había esqueletos. Hasta que lo convencimos. Recuerdo otra vuelta cuando lo visité a don Victorino en su hospital veterinario. Yo llevaba un rifle y salimos con él a cortar el cogollo de las totoras para alimentar a las nutrias “internadas” en el hospital. En una espantada, quedan frente a nosotros una manada de carpincho y entonces le apunto con el rifle. Y don Victorino me para en seco, me reprende de manera severa y me dice: “Para qué le vas a disparar. Si carne tenemos de sobra. No podemos desperdiciar lo que a otro le falta”. Por eso, gente montaraz como él también nos marcaron para siempre.
-¿Y luego del hallazgo que hacían?
-Era un acontecimiento que deslumbraba por su maravilla. Ver el pasado, tocar lo mismo que habían acariciado manos remotas de un pasado antiquísimo, siempre nos daba emoción. Mi hermano Carlos, el carpintero, una vez encontró una urna funeraria guaraní. Yo no estaba en esa excursión. Eso fue en 1969 cuando el Apolo 11 llegó a la Luna. En ese año, mi padre y mi hermano llegaban al corazón del pueblo Chaná. La urna fue encontrada en la ensenada de El Bellaco. Fue un acontecimiento extraordinario. La urna estaba como a dos mil metros del campamento base y todo ese trayecto se realizó a paso tortuga. Pero, bueno, volviendo a la pregunta, luego del hallazgo y de preservar las excavaciones, se hacía el registro. Eso ya era tarea exclusiva de mi padre y lo hacía en casa. Pieza por pieza era limpiada, enumerada y clasificada. En el Museo una de las cosas más valiosas e importante que tenemos es justamente ese registro minucioso que nos legó mi padre.
-Ese registro debe ser valorado arqueológicamente…
-Es de constantes estudios. Tirso Bourlot, que es un arqueólogo que está trabajando con nosotros, está asombrado del registro que tenemos. Fue hecho sin computadoras, a lápiz y papel y a mano alzada. Y es un registro casi idéntico de los métodos que se usan en la actualidad. Por eso es valioso ese registro, porque permite recrear cada hallazgo.
-¿De qué charlaban cuando llegaba la noche en el campamento?
-Había una hora como sagrada en el campamento y era la nochecita, cuando preparábamos la cena. Todos reunidos alrededor del fogón, escuchando los relatos de mi padre. Él siempre tenía un cuento atrapante para nuestra imaginación y asombro. Cuentos de aparecidos pero también lecciones de botánica, zoología, observaciones de anatomía, que eran materias que mi padre dominaba de manera muy profunda. En sus relatos siempre estaba la inquietud por aprender a observar las muchas lecturas que nos ofrece la naturaleza, sus enseñanzas, sus advertencias y sus bondades. Cada insecto, cada pájaro, cada flor, cada planta era motivo de un relato fascinante cuando él la describía. Al otro día la aventura era fotografiar las flores, atrapar los bichos o simplemente observar a los animales sin que ellos nos observen.
-¿Y los campamentos eran rodantes o fijos?
-Se iban cambiando de acuerdo a la búsqueda, la investigación o la altura del año. Pero eran más bien campamentos fijos. Los campamentos eran Landa en invierno; Salto de Méndez cuando íbamos a pescar y a buscar fósiles; Las Piedras y El Jeremías. Dejábamos las carpas y otras pertenencias de manera estable, porque sabíamos que esas excursiones iban a demandar un tiempo que se medía en tres o cuatro años. Los pobladores y pescadores, casi todos montaraces, lo cuidaban. Era un tiempo donde la confianza prevalecía y se transformaba también en protecciones mutuas. No había egoísmos. En El Jeremías, era común que papá hiciera escabeche de nutrias. Y cuando llegábamos los pobladores nos estaban esperando. Salíamos a cazar ranas. Caminábamos horas durante la madrugada por los arrozales, atrapando ranas para comer al otro día. Llegábamos al campamento todos rayados por el monte, pero siempre disfrutando por lo que estábamos viviendo. Y mientras el físico le respondió, mi viejo siempre hizo lo mismo.
-¿Cuándo falleció don Manuel?
-Murió el 26 de julio de 2004.
-¿Se acuerda la última vez que salió al río?
-Sí. Él tenía 80 años. Con un amigo, Robeto Olcese, lo llevamos a Landa. Dormimos en una carpa. Recuerdo que a mi padre le costaba mucho dormir en una carpa, porque su cuerpo le exigía dormir casi sentado, así que le llevamos un sillón con almohadones para que estuviera cómodo. Mi padre nunca se entregó. Incluso cuando tuvo que usar bastones, le fabricó unas arandelas a manera de base, similar a los esquíes para nieve, para no enterrarse en el barro. Y así salía a caminar, feliz de la vida. Sin una queja y con mucho agradecimiento. A veces teníamos que salir a buscarlo, porque su pasión fue siempre internarse en la isla, monte adentro. Y hoy cuando llega el invierno, vamos todos los hermanos a Landa para seguir haciendo esos paseos.
-¿Supo que era el último viaje?
-Creo que si lo intuyó nunca lo manifestó. Él tenía algo que siempre le admiramos: capacidad para proyectar el futuro. Siempre, más allá de las dificultades que atravesaba, tenía un plan para el mañana. Él siempre decía que el alba no lo podía encontrar sin proyectos, sin cosas para hacer. Esa fue una gran enseñanza para nosotros, porque proyectar es de alguna manera convocar a la esperanza. Y sin esperanza, sin capacidad para movilizarse hacia el deseo, sin sueños, es imposible abrazar la vida.
Por Nahuel Maciel
EL ARGENTINO ©
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