La cultura del esfuerzo
En la sociedad actual hay nostalgias por aquella cultura del esfuerzo que identifican de manera clara e inequívoca a nuestros mayores.
La cultura individualista, la del facilismo, la del exitismo, el intentar obtener logros tomando atajos” -muchas veces indebidos-, ha llevado también a generar la cultura de la insolidaridad, la del desentendimiento, la del nada me importa, la del sálvese quien pueda.
Es cierto que el mundo es cada vez más complejo. Es innegable que las dificultades son cada vez más difíciles de superar. Pero todo es mucho más llevadero cuando existe la cultura familiar, la de la comunidad, la de sentirse parte de un mismo cuerpo.
Cuando se habla de la cultura del esfuerzo no se la debe aplicar solamente a la abnegación y a la responsabilidad por el trabajo, sino también se debe incluir la del estudio… en definitiva, se debe contemplar a aquella actitud que tiene como base el estar convencidos que nada se consigue sin antes hacer un aporte.
Toda persona, por el sólo hecho de serlo, tiene el derecho a acceder a la educación y al trabajo.
Argentina, como sociedad, ya ha experimentado que cuando no se goza del trabajo, la persona se deprime, la sociedad se disgrega y el futuro se clausura.
Está claro que no alcanza con tener trabajo para adherir a la cultura del trabajo. Se requiere la actitud responsable con el trabajo que se ejerce. Hacer las cosas bien. De la misma manera que no alcanza con ir a la escuela para decir que se tiene la cultura del estudio. Para ambos escenarios, es indispensable que cada uno se sienta plenamente identificado y animado con la obra que hace. Eso es lo que define a la cultura del esfuerzo.
No es casual que nuestros abuelos hayan inculcado generacionalmente que el trabajo así concebido es una virtud, justamente porque se opone al vicio de la pereza. Se sabe que la pereza anida en el corazón de ricos y pobres y anula la capacidad de compartir como la de esforzarse.
No es casual estos tiempos donde es imperioso que se vuelva a garantizar el acceso al trabajo. En este aspecto, el Gobierno podría colaborar mucho más si tan solo bajara la gran presión tributaria que ejerce –casi como un castigo- para quien genera una fuente laboral.
Y en el campo educativo ocurre otro tanto. Es cierto que la inclusión es de vital importancia, pero también lo es lograr consolidar la tan ansiada calidad educativa, acaso otra nostalgia que siente la sociedad.
Los jóvenes son los que más padecen la falta de trabajo y la ausencia de una calidad educativa, especialmente en el nivel medio.
Finalmente, existe un vínculo virtuoso entre la educación formal y el mundo del trabajo que es necesario consolidar. Y cuando se dice “consolidar” en rigor se está señalando que se corren ciertos riesgos de perder esa vinculación y que todo vuelva a esa cultura del sálvese quien pueda. La cultura del esfuerzo debe ser reconocida, justamente para pasar de la nostalgia a la esperanza, que es la fuerza que mejor encamina la marcha hacia el futuro.
Es cierto que el mundo es cada vez más complejo. Es innegable que las dificultades son cada vez más difíciles de superar. Pero todo es mucho más llevadero cuando existe la cultura familiar, la de la comunidad, la de sentirse parte de un mismo cuerpo.
Cuando se habla de la cultura del esfuerzo no se la debe aplicar solamente a la abnegación y a la responsabilidad por el trabajo, sino también se debe incluir la del estudio… en definitiva, se debe contemplar a aquella actitud que tiene como base el estar convencidos que nada se consigue sin antes hacer un aporte.
Toda persona, por el sólo hecho de serlo, tiene el derecho a acceder a la educación y al trabajo.
Argentina, como sociedad, ya ha experimentado que cuando no se goza del trabajo, la persona se deprime, la sociedad se disgrega y el futuro se clausura.
Está claro que no alcanza con tener trabajo para adherir a la cultura del trabajo. Se requiere la actitud responsable con el trabajo que se ejerce. Hacer las cosas bien. De la misma manera que no alcanza con ir a la escuela para decir que se tiene la cultura del estudio. Para ambos escenarios, es indispensable que cada uno se sienta plenamente identificado y animado con la obra que hace. Eso es lo que define a la cultura del esfuerzo.
No es casual que nuestros abuelos hayan inculcado generacionalmente que el trabajo así concebido es una virtud, justamente porque se opone al vicio de la pereza. Se sabe que la pereza anida en el corazón de ricos y pobres y anula la capacidad de compartir como la de esforzarse.
No es casual estos tiempos donde es imperioso que se vuelva a garantizar el acceso al trabajo. En este aspecto, el Gobierno podría colaborar mucho más si tan solo bajara la gran presión tributaria que ejerce –casi como un castigo- para quien genera una fuente laboral.
Y en el campo educativo ocurre otro tanto. Es cierto que la inclusión es de vital importancia, pero también lo es lograr consolidar la tan ansiada calidad educativa, acaso otra nostalgia que siente la sociedad.
Los jóvenes son los que más padecen la falta de trabajo y la ausencia de una calidad educativa, especialmente en el nivel medio.
Finalmente, existe un vínculo virtuoso entre la educación formal y el mundo del trabajo que es necesario consolidar. Y cuando se dice “consolidar” en rigor se está señalando que se corren ciertos riesgos de perder esa vinculación y que todo vuelva a esa cultura del sálvese quien pueda. La cultura del esfuerzo debe ser reconocida, justamente para pasar de la nostalgia a la esperanza, que es la fuerza que mejor encamina la marcha hacia el futuro.
Este contenido no está abierto a comentarios