Un espacio que enseña autonomía a ciegos y disminuidos visuales
En la escuela Francisco Rizzuto funciona desde 1995 el Servicio de ciegos y disminuidos visuales, un espacio que tiene el propósito de ofrecer a estas personas herramientas para su autonomía.
Cristina Zapata es la docente a cargo (ella es profesora en Educación especial y Lengua) y contó “el servicio es para que las personas que han perdido la vista o tienen disminución visual reciban apoyo para desenvolverse en la vida, puedan aprender a ser más autónomos, hagan manualidades y también tengan momentos de recreación. Me interesa mucho la autonomía en la calle y en sus casas, que no dependan de tanta ayuda”.
El servicio funciona todos los días y dependiendo de éstos, asisten adultos y adolescentes.
Todos reciben la atención de Cristina y su auxiliar, Eduardo Bassini, que enseña Braille (sistema de lectura y escritura táctil) y colabora en orientación, movilidad y en la confección de escobillones.
En la visita que hizo EL ARGENTINO, estaban Mirta Susana Borro, Juan Ramón La Rosa y Carlitos Mansilla y Eduardo Bassini. Hay más gente, pero ese día no asistieron. Mirta Susana supo del servicio por una amiga, tras 16 años de cirugías por las que, como dijo, llegó a vender su casa “para aunque fuera, recuperar un ojo”.
“Estaba entregada, en pleno duelo por la pérdida de la vista”, cuando comenzó a asistir.
Juan Ramón quedó ciego en 2003. “Me operé trece veces y en enero de 2003 fue la última. Dejé todo en estas cirugías”, contó.
“El oftalmólogo que me operó me dijo “Juan, no va a salir de la ceguera. Y me recomendó el Instituto Román Rosell y este Servicio en Gualeguaychú. Fui al Rosell un año, hasta que sufrimos un choque. En Zárate había una plaza con muchos ciegos”, siguió relatando “y le decía a mi esposa que me dejara unos días allá para aprender a vivir como ciego”.
“Quería conocer a Bassini y un día me visitó Eduardo. Desde entonces estoy acá. Encontré la alegría, la sonrisa. Antes estaba en un rincón en mi casa, porque no sabían cómo tratarme”, agregó y supimos que estando en actividad, trabajó en el Banco de Entre Ríos.
Hoy sabemos que Juan Ramón empezó a manejarse en la calle el año pasado. Viene de Villa Paranacito. En la terminal toma un remis y si llega temprano, hace trámites, paga cuentas, va al médico y al mediodía, a la Escuela Rizzuto. Para volver, toma en Churruarín y Bolívar el colectivo de línea hasta la terminal y de allí sigue, también en colectivo (“no me cobran”, dijo) hasta su casa.
Ahora, ya sin la desesperanza que sufrió antes, lo escuchamos decir que aprendió a ver de otra manera.
“Dios me quería para otra cosa. Para dar un testimonio de vida y creo que lo estoy dando. Hago 100 kilómetros para venir; a las cinco y media me levanta mi esposa, me lleva a la terminal, subo al colectivo y no creo que vengo solo: hay un ser invisible que está al lado mío”.
“Sin ir más lejos, recién, cuando salí del médico, caminaba por la Rivadavia, pero no sabía en qué sentido lo hacía, hasta que me puse a escuchar los autos y me orienté. En ese momento, alguien me agarró del brazo y me ayudó, algo que ya ha ocurrido otras veces...”
El caso de Carlitos es diferente porque él asiste desde los 8 años. Creció con la Escuela Rizzuto como referente, aprendió carpintería, tuvo apoyo escolar y terminó la secundaria el año pasado. “Y ahora vengo a aprender a hacer cepillos, escobillones y a cocinar”, nos dijo.
Hay que saberlo
En el grupo de adultos hay distintas edades, historias y realidades. Y cada uno se lleva algo de cada encuentro.
“Me sirvió un montón. Si no fuera por esta Escuela, no sé si haría terminado la educación”, dijo Carlitos.
“Me llevo un día diferente”, dijo sin dudarlo Juan Ramón. “Mi esposa está dedicada a sus actividades y cuando vengo estoy en mi ambiente. Tengo que aprender para vivir bien lo que me quede de vida. También me llevo el cariño del grupo, de docentes y directivos, de la gente que encuentro en la calle, esos anónimos que me ayudan y por los que rezo cada noche. Y tengo suerte, porque últimamente son señoritas...”, bromeó.
“La ceguera me enseñó a mirar de otra manera”, dijo otra vez, para compartir con dolor “cuando quedé ciego, no sabía qué hacer para quitarme la vida. No había sacerdote ni nadie que me convenciera. Un día, cuando estaba con el bajón más grande, vino Eduardo Bassini a mi casa. Le conté mi vida en dieciocho horas. Después pensé ¿quién mandó a este hombre? ¿Cómo dio con mi casa, si es ciego como yo?, y me dije “Dios quiere que de ahora en más dé otro testimonio”.
Cuando fue su turno de hablar, Mirta Susana recordó, dando una idea de cómo la vida nos lleva y trae “conocí a Juan Ramón los 12 años, cuando él formaba parte de una orquesta hermosa de Villa Paranacito y tocaban en la escuela que yo iba. Y nos reencontramos acá”.
“Para mí, venir es encontrarme con gente que habla el mismo idioma. Bien dicen que nadie mejor que un ciego para entender a otro. Aquí aprendemos, nos divertimos, cantamos cuando Juan Ramón viene con el acordeón, tenemos momentos de recreación, gimnasia, hacemos salidas a museos, a la calle, la plaza; tuvimos una actividad con la Escuela Matheu y la dirección de Tránsito, un intercambio para que tapándose los ojos y guiándose con bastón, tuvieran nuestras vivencias”.
Aquí se sumó Cristina y adelantó que este año harán escobillones para la venta y, aprovechando que todos saben de plantas, arreglarán un espacio del jardín para hacer una huerta de aromáticas.
Previendo que la entrevista terminaba, Juan Ramón aprovechó para aconsejar “si en una familia hay una persona ciega, sepan que hay un servicio para ciegos en Rivadavia 831 (la dirección de la Escuela Francisco Rizzuto) donde estará en contacto con otras personas con la misma condición. Aquí hay mucho corazón, mucho material humano. Y está bien difundir que esto existe”.
Eso estamos haciendo, respondimos.
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