REFLEXIÓN
Podar, un texto del Presbítero Rubén “Rubito” Melchiori
“Al que da fruto lo poda para que dé más todavía”. Jn 15, 2b
Por Presbítero Rubén Darío Melchiori (*)
Los árboles frutales enseñan mucho al hombre que los contempla con ganas de aprender. Será por eso que mi casa estaba rodeada de naranjos y mandarinos que nos salían al encuentro todos los días. Si estos árboles sabios son podados a tiempo y como corresponde (aunque su imagen parezca afearse) llegada la época de la madurez, los frutos surgen en abundancia. Frutos grandes, dulces, madurados a fuerza de paciencia, de soles y heladas.
Ansiábamos disfrutar de lo que los árboles producían, y ellos nos pedían paciencia, la misma con la que sus frutos padecerían los rigores de las heladas, dando el toque de gracia a la dulzura y la belleza. Soportaban con dolor nuestros apuros lamentando que sus “señores”, los hombres, no acabáramos de entender.
Más tarde, entrado ya el invierno, los árboles, prolongados en sus frutos, muriendo para dar vida, haciendo gozar a otros del resultado de su esfuerzo, se convertirían en testigos quietos y silenciosos de largas confidencias junto a la estufa a leña.
Pero todo esto era posible si la poda era realizada a tiempo.
Así fue como entendí este momento de mi adolescencia que hoy quiero compartir.
Era la hora de la siesta. Como hacía calor, con mis hermanos elegimos cuatro árboles de paraíso para jugar a “la cabecita”. Casualmente los árboles que compartían nuestro juego estaban cerca de la ventana donde papá intentaba descansar.
Una voz, con tono paciente y dolido, no tardó en llegar a nosotros: “Muchachos, ¿por qué no van un poco más lejos?”. (Aclaro que el monte de paraísos era lo suficientemente grande como para seguir jugando a la sombra y sin molestar a nadie).
Papá solía decir las cosas una sola vez; después, actuaba en consecuencia. Pero a nosotros nos interesaba nuestro propio juego.
Cuando se levantó por segunda vez, traía en su mano un cinto. Verlo y desaparecer fue una misma cosa. Huir parecía más fácil y urgente que enfrentar el error y sus consecuencias. Pero no se puede vivir huyendo, y mi padre lo sabía.
Por eso se fue a dormir tranquilamente. Nosotros al rato hicimos lo mismo, aunque la paz no era nuestra invitada aquella siesta.
De repente alcancé a sentir cómo se corrían las sábanas con las que me había cubierto, y no era el viento precisamente. Una mano dura y amorosa al mismo tiempo sostenía el instrumento de cuero flexible que al llegar a mi cuerpo me causó mucho dolor, pero me despertó a la vida. Me hizo llorar la cruda realidad del egoísmo y me enseñó con su marca que vivir es pensar en los demás.
¡Benditos los golpes de la vida que nos hacen despertar al amor! Al anochecer, el encuentro obligado con papá. Mirando mis ojos como queriendo entrar al corazón, me dijo: “¿Te dolió?”
A mi respuesta afirmativa, siguió diciendo: “Mucho más te va a doler la vida si no aprendés a pensar en los demás”.
“Gracias, papi” -fue la respuesta.
Aun hoy puedo sentir el abrazo y la emoción.
Ese día, esa poda, me hizo descubrir un amigo (después confesó que le había dolido mucho y que también había llorado). Hoy lo veo en el cielo, y se ríe. Yo me quedo tranquilo: su mano amiga y firme tiene permiso para seguir podando.
Señor, te doy gracias por experimentar en mi vida tu mano fuerte y segura, tierna y firme a la vez.
(*) Este texto del Presbítero Rubén “Rubito” Melchiori fue extraído de su libro “Andando Caminos”.