Día internacional de la Tierra: un momento para reflexionar y actuar
Por Nahuel Maciel
EL ARGENTINO
Hoy no es una fecha más para las sociedades, especialmente las que tienen las características como la de Gualeguaychú con una marcada defensa del ambiente y con políticas de Estado que se vienen sosteniendo en el tiempo. Todos los 22 de abril se conmemora el Día Internacional de la Tierra, un llamamiento de las Organizaciones de las Naciones Unidas para que los gobiernos y las sociedades tomen consciencia que es imperioso cambiar los modos de vida y la manera de relacionarse con el entorno y la naturaleza.
En este año –como en los anteriores- esta fecha se vive en un contexto complejo, porque se saben las consecuencias de no adoptar medidas conducentes para una mejor relación con el ambiente; se han padecido y se padecen las consecuencias por no defender la biodiversidad y prueba de ella ha sido la pandemia, por citar un ejemplo reciente.
El cambio climático también hay que percibirlo como una situación preocupante tanto a nivel local como regional y global, y al mismo tiempo tomar consciencia que es algo voraz y dañino.
Se trata de una fecha más que oportuna para defender la vida, la naturaleza y las propias comunidades; y, en consecuencia, dar un paso adelante y saldar aunque más no sea algunas de las contradicciones más urgentes de estos tiempos: no se puede producir alimentos en base a agrotóxicos, en base a venenos; es nociva una agricultura a escala industrial de especies exóticas; no se puede continuar con el ecocidio de no cuidar los cursos de agua dulce ni tampoco se puede continuar con el desenfrenado desmonte nativo.
El nuevo informe de la Organización Meteorológica Mundial, publicado hace pocas horas –por el Día Mundial de la Tierra., es de por sí preocupante y alarmante: la temperatura media mundial en 2022 se situó 1,15 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales. Esto implica que más de la mitad del océano experimentó al menos una ola de calor marina y los glaciares sufrieron una reducción récord.
Todos los organismos internacionales coinciden en señalar –a manera de advertencia- que de continuar con las actuales políticas provocaría que el mundo fuera 2,8 grados más cálido a finales de siglo: esa realidad es una clara sentencia de muerte y quedan apenas poco más de siete décadas para revertir esa situación.
Hoy más que nunca se requiere de la cooperación. Esto no es otra cosa que superar las grietas, superar los desacuerdos mezquinos que solo defienden intereses sectoriales como una supremacía por encima de los intereses generales. La vida tal como se conoce en la actualidad no admite más tensiones en la manera en cómo la humanidad y sus sistemas de producción se relacionan con los bienes y recursos naturales.
Para incentivar el cambio se necesita acceder a las energías renovables, entre otras acciones. No es una utopía que los países desarrollados cumplan con el objetivo de “cero emisiones” para 2040, y que diez años después lo hagan los países emergentes.
“Esta sería la única manera -dice la ONU-, de frenar el deterioro de la salud humana y de los medios de subsistencia, así como de proteger el planeta, afectado en 2022 por varias olas de calor”.
Depredadores
No hay más espacio para los eufemismos en materia ambiental. No hay que insinuar sino intentar decirlo lo más claro y directo posible: el modelo capitalista global, que es extractivista y ecocida, ha depredado el ambiente como nunca antes en la humanidad.
Se han diezmados ecosistemas integrales y las especies van desapareciendo todos los días. Sí, leyó bien: las especies desaparecen todos los días, sin excepción.
Los mayores daños los generan las actividades primarias: en los primeros lugares están las forestales, las agrícolas y las mineras que dañan y contaminan los territorios donde producen.
No solo dañan el ambiente, sino que son los responsables directos de provocar afectaciones a la salud en términos de comunidad. Otro tanto se puede señalar de las llamadas industrias de generación de energía por combustibles fósiles, que han provocado daños irreversibles o que en el mejor de los casos demandará siglos remediar esas situaciones, contaminando suelos, aire y el agua, sumado a que son uno de los mayores contribuyentes en la emanación de los gases de efecto invernadero.
La propia ONU lo advierte: “se debe bajar la temperatura global en 1,5° por medio de la reducción de un 45 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, para evitar graves problemas climáticos”. Nadie escucha, todos miran para otro lado. Es tan grave la situación que se vive en un momento que es caracterizado como de casi no retorno.
Las comunidades –los vecinos y las vecinas- deben dejar de ser meros espectadores de esta realidad destructiva.
Hay que exigir –hoy más que nunca- que los gobiernos deben estimular la participación de la ciudadanía –y profundizar el sistema democrático- para la toma de decisiones en materia política, económica y ambiental. No hay otra forma de desterrar la cultura mezquina de aquellos intereses que solo buscan sus ganancias sin importarles la vida de los demás.
Es posible tener otra matriz productiva, otro modelo de desarrollo. Se requiere como mínimo nuevos criterios de gestión y gobierno que permiten administrar mejor los bienes comunes. Para ello se requiere que la gestión del agua debe ser democrática; hay que limitar a las industrias extractivistas; favorecer las producciones vinculadas con la conservación y la protección de la biodiversidad, Y, fundamentalmente, se requiere que una República, una vez y por todas el Poder Judicial comience a impartir justicia ambiental.
Entre Ríos no tiene ni siquiera instrumentadas las Fiscalías Ambientales que fueron creadas en su momento por Ley. El despropósito, la anomia y la impunidad para contaminar es visible en cada zócalo de los tres Poderes de la República.
Es cierto, se necesitan transformaciones profundas. Es verdad que eso sólo se logra con un pueblo movilizado, porque está probado en la historia de la humanidad “que cuando el de abajo zapatea, el de arriba se mueve”.
Qué parte de esa premisa social todavía no se entiende: la economía está para servir a las personas y con ella a la sociedad; no que las personas sirvan a la economía.
¿Por qué el 22 de abril?
Una rápida lectura por diferentes bibliografías permite llegar a una coincidencia: en la década de los ´60, el senador de Wisconsin, Gaylord Nelson, organizó varias campañas para la protección del planeta, especialmente dirigidas a los poderes de decisión.
En 1969, una protesta liderada por Nelson logró la participación de poco más de 20 millones de personas y se ha registrado como la protesta de un solo día más grande en la historia humana. Al año siguiente, se estableció de manera oficial al 22 de abril de 1970 como el Día de la Tierra.
Volvamos a la realidad local y provincial. El fallo contra la construcción del barrio fluvial Amarras que se pretendía realizar en la costa del río Gualeguaychú está sin cumplirse desde hace muchos meses. Nadie dice ni hace nada. Una vergüenza por donde se lo quiera analizar. Uno de los peores ejemplos que puede brindar la propia Justicia con el Superior Tribunal a la cabeza, pero que tampoco excluye al fiscal de Estado Julio Rodríguez Signes, ni a los empresarios inmobiliarios ni al intendente de Pueblo General Belgrano, Mauricio “Palito” Davico. Es tal la desfachatez y la impunidad que incluso Davico ahora pretende postularse como intendente de Gualeguaychú, la ciudad que quiso destruir con Amarras.
¿Qué hace falta para que la Justicia convoque a rendir cuentas a los productores agropecuarios que –año tras año- incendian el Delta del río Paraná a una escala de ecocidio? Otra vez la impunidad y así los ejemplos se pueden señalar hasta el hartazgo. Sabido es que la Justicia Federal tampoco puede lograr que un simple gerente de la pastera UPM Botnia venga a dar explicaciones. Impunidad total, al amparo de los gobiernos.
Llama mucho la atención la falta de vocación ambiental de los gobiernos y las empresas. Por ejemplo, ni siquiera tienen intenciones de establecer determinados modelos productivos acompañados por una política de mitigación y remediación hasta poder llegar de manera correlativa a un sistema sostenible.
Lejos que ocurra un presupuesto mínimo como el señalado, tanto el Estado como las empresas hablan de la sustentabilidad de la minería extractivista (las areneras para el fracking de Vaca Muerta). Es claro que al ser una actividad extractivista no puede ser sustentable. Por eso siempre hay que cuantificar no solo lo que producen (lo que extraen) sino principalmente cuantificar los costos ambientales y sanitarios (porque contaminan cursos de agua dulce, por ejemplo) y luego establecer en todo caso las compensaciones para la sociedad afectada. Pero ni eso.
El desarrollo y la producción debe ir de la mano del ambiente; no deben concebirse como algo enfrentado, sino como algo integral, sustentable. Porque si el desarrollo ha de tener futuro, eso dependerá justamente del concepto sustentable que se aplique. Entonces, no es producción versus ambiente, sino producción y ambiente. Pero, para que se diálogo sea una realidad hay que sincerar las cosas. No hay otra forma de dialogar.
No es pronunciando el término “desarrollo” que se es desarrollista. Del mismo modo que un ambientalismo que se opone a todo también es nocivo e impide fortalecer el diálogo entre la naturaleza y la cultura, tan necesario en toda civilización.
Si algo caracteriza a estos tiempos es –justamente- la pérdida del ejercicio del diálogo, que impide la cultura del encuentro.