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Diario El Argentinomartes 16 de abril de 2024
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En Bodh Gaya, mirando al Dalai Lama

En Bodh Gaya, mirando al Dalai Lama

Es 4 de enero en Bodh Gaya, y en un recinto cercado, más de mil monjes budistas escuchan en directo las enseñanzas del Dalai Lama. El discurso de Su Santidad es en tibetano, aunque hay quienes escuchan por radio traducciones en simultáneo.


Por Martín Davico

(Colaboración)

 

En la entrada, presento mi credencial y, luego de ser cacheado y escaneado, me dejan pasar. Al no haber lugar, unos monjes me hacen un hueco para que me siente entre ellos. El Dalai Lama, principal figura política y espiritual del Tibet, da sermones y consejos, canta y hace bromas.

En un intervalo de la ceremonia, decenas de jóvenes monjes llegan a toda velocidad con grandes teteras de metal y sirven té a la multitud. Los que no tienen taza hacen un cuenco con sus manos, beben la infusión de un trago y luego se frotan la frente. Como no tengo radio, le confieso a una monje sentada junto a mí que no entiendo nada de lo que se dice. “No importa” dice despreocupada, “déjate llevar por el buen karma”.

Cuando termina la conferencia, todos se ponen de pie y aplauden. Aprovecho para acercarme al escenario. Llego a menos de cincuenta metros del líder tibetano, quien saluda y toca con sus manos a los que están a su alcance. La presencia del hombre me impacta a pesar de no haber comprendido nada.

Al salir del predio, veo a mujeres y hombres que se arrastran por el suelo pidiendo limosna. Han sido víctimas del virus de la poliomielitis y tienen sus piernas atrofiadas. Verlos, es un golpe correctivo a la arrogancia, un recordatorio de lo afortunados que hemos sido.

Me encuentro por casualidad con Juan, un argentino que conocí hace unos meses en Tailandia. Al verlo, recuerdo su carácter y dudo por un segundo en si no es mejor mirar para otro lado. Nuestras miradas se cruzan y nos saludamos. Mientras me habla, yo me pregunto cómo ha sido posible encontrármelo en un país con más de mil trescientos millones de habitantes. Me invita a tomar un té y acepto. Mientras charlamos, me cuenta cosas de su viaje sin perder nunca su altanería porteña. Cuando nos despedimos, me dice: “Descubrí un lugar que vende carne de vaca, mañana podríamos juntarnos a comer, en mi hostal hay cocina”.

Sigo mi recorrido por Bodh Gaya, la Meca de los budistas. Visito el emblema de la ciudad, el Templo de Mahabodi, construido junto al Árbol de Bodhi, una higuera bajo la cual el príncipe Siddharta Gautama se iluminó para transformarse en Buda. Los peregrinos, que vienen de todo el mundo, circunvalan el templo rezando, leyendo textos sagrados o realizando postraciones. Me siento debajo del árbol intentando la posición del loto y pienso que mi cuerpo es cada vez menos elástico. Trato de meditar, pero los pensamientos llegan y saltan de un lugar a otro como un pájaro en una jaula.

A la mañana siguiente regreso al Templo. En el recinto, hay una frase del Dhammapada, un texto sagrado budista: “Tu eres tu propio maestro ¿Quién más podría serlo?”. Camino rodeando el templo, junto a decenas de budistas, y me siento otra vez debajo del Árbol de Bodhi. Mi mente se pone en blanco por unos segundos hasta que las ideas y las preguntas llegan otra vez: “¿Qué es la iluminación?”, “¿Habrá comprado Juan suficiente carne?”, “Apenas soy consciente de que vivir es un milagro”.

Voy al hostal de Juan, quien compró tres kilos de carne “más barata que en Buenos Aires”. Comemos sendos pedazos de bifes acompañados con papas y chauchas. Hablamos de Argentina, y Juan se enerva: “Si estudiaste, te rompiste el lomo y te fue bien. Bueno, hay gente que te hace sentir en falta, como que estás en deuda”. Culpa a los gobiernos por el deterioro social y cultural: “Adoctrinar gente a la cual previamente no se la educó, viene siendo el negocio más rentable de los últimos 30 años”.

En una boletería, hago cola para sacar un pasaje de tren a Bombay. La fila, al igual que toda la India, es un caos de gente. Cuando llega mi turno, un hombre se pone delante mío descaradamente. “Perdone, pero antes estaba yo” le digo. Me mira y dice: “Los ciudadanos indios tenemos prioridad sobre los extranjeros”.

-“Oiga”, le contesto “¿No somos acaso todos seres humanos?”. Ignoro el efecto que le produce el comentario, pero me sonríe y vuelve al lugar en el que estaba.

Me voy de Bodh Gaya y despido a Juan. “Andá con cuidado nene” me dice, “y acordate que estar iluminado es prestarle atención a todo lo que te rodea”. Resultó ser un buen tipo, pienso. Salgo para la estación y subo a un tuk tuk atestado de indios. Cuando llegamos, el conductor me dice que el viaje me cuesta cien rupias. “¿Por qué tengo que pagar cien si veo que todos pagan veinte? ¿Es porque soy extranjero?” Uno de los pasajeros se ríe avalando mi reclamo. Le doy treinta rupias y le digo: “A este ritmo te quedan unas cuantas reencarnaciones por delante, amigo mío”. Me bajo del tuk tuk sin más. Porque todas las avivadas, que cometamos en esta vida, las pagaremos aquí abajo, en ningún otro lugar.

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