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Opinión

Inmigraciones masivas el, gran desafío de las democracias del Siglo XXI

Inmigraciones masivas el, gran desafío de las democracias del Siglo XXI

Por Felipe Rodolfo Hendriksen

(Colaboración)

La palabra inmigrante viene, predeciblemente, del verbo latino immigrare, que significa “migrar hacia”. En su etimología, el término no conlleva ninguna carga negativa. No puede decirse lo mismo de la significación que tiene hoy día.

Si los inmigrantes, en cualquier parte del mundo, no son recibidos con los brazos abiertos sino con miradas reticentes o, en el mejor de los casos, una ofensiva condescendencia, no se debe tanto a lo que son realmente sino, más bien, a lo que representan.

Los grandes grupos humanos que, con indudable tristeza, abandonan su tierra natal en busca de un futuro menos complicado, son el más trágico producto de un fenómeno cada vez más corriente en el Tercer Mundo: el fracaso de los países. Cuando un Estado falla gracias a sus políticas, cuando una Nación se resquebraja social y culturalmente, cuando un gobierno no puede garantizar la tranquilidad del pueblo, la gente sólo puede pensar en cubrir la más básica de las necesidades: no morir.

Esto explica, en parte, la desesperación de muchos inmigrantes, que están dispuestos a arriesgar sus vidas para poder seguir soñando con tener una mejor.

Por supuesto, es sencillamente discriminatorio creer que haya algo malo con los inmigrantes en sí mismos, que sean de alguna manera moralmente reprochables o éticamente “inferiores” por haber nacido en otro país. Salvo contadas excepciones donde las diferencias culturales entre el país “receptor” y el “emisor” son tan grandes que el choque violento es el único resultado posible, los procesos de inmigración suelen suceder de forma progresiva y pacífica. La asimilación en sordina es, casi siempre, lo que termina ocurriendo en estos casos.

La inmigración en masa, pues, es señal de un problema mayor: el caos y la anomia que dominan vastas partes del globo. Y no hay nada de malo con que un Estado cobije a los habitantes de otro Estado que, por la razón que sea, no puede mantener la ley y el orden. Es más: es un deber moral ayudar, aunque no indefinida y exageradamente, a esas pobres personas que se ven obligadas a dejar sus hogares en busca de tierras más amables.

Pero esto no quiere decir que un país deba poner a sus propios habitantes por debajo de las huestes migrantes, por pobres y desamparadas que éstas sean. Es cierto que, en el Artículo 20 de la Constitución Nacional, se dice que “Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano”. Sin embargo, esto no significa que el gobierno deba dejar de proteger a sus ciudadanos por sobre todas las cosas.

Por ejemplo: Si un ciudadano argentino y otro boliviano (o sueco o australiano, da igual) tienen más o menos las mismas habilidades y pretenden conseguir el mismo puesto de trabajo, ¿no debería el gobierno nacional preferir dárselo a un compatriota? Uno esperaría el mismo trato si la situación fuera la inversa. De encontrarme en los Estados Unidos, poco podría enojarme que el Estado, antes que darme una mano a mí, prefiera dársela a otro americano.

El tema es actual y, por ello, controversial. Millones de individuos viven de forma involuntaria bajo otra bandera, y muchos ven a esta pobre gente con culposo paternalismo y condescendencia. Ciertos sectores creen que debería dárseles a los inmigrantes un tipo de trato especial, que merecen algún que otro beneficio estatal por el simple hecho de ser extranjeros. La mayor preocupación d

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