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Colaboración

Osías Beert

Osías Beert

Una bailarina amiga, que supo ser bellísima, se casó con un guapo y aristocrático varón argentino, campero en el campo, urbano en la ciudad, francés en París… en fin, de esos que ya no hay más. Esto pasó hace unos cincuenta años, cuando todavía sobrevivían estancias con cascos memorables, que hoy son casi todos hoteles para turistas. Ella era bastante menor como corresponde y el tenía hijos de otro matrimonio anterior como corresponde también. Cuando nuestro galán se puso viejo, la familia aristocrática empezó a rondar, tratando de preservar los campos y los objetos de valor, para que no le quedaran a “esa mujer”. El “niño bien” hizo algunos malabares, le compró en vida a su nueva esposa algunas propiedades y trajo para la casa adonde vivía con mi amiga, bienes que sacó a tiempo de las estancias.

Vendió algunos campos para pagar un tren de vida alto y ya viejo tenía su fortuna muy mermada.

Cuando mi amiga enviudó, hubo feroces batallas judiciales entre ella y los seis hijos del primer matrimonio y la cosa terminó mal para mi amiga que fue despojada, con esos extraños cálculos de usufructo retroactivo de los campos y hacienda y esos otros más extraños todavía, consistentes en agregar a la herencia familiar los regalos que el marido le había hecho en vida, alegando que ya no estaba en sus cabales. Con la feliz intervención de abogados amigos de la familia aristocrática, que se sabían de memoria las estrategias para ganar la guerra contra las “esposas” de última hora, más la división entre siete y los honorarios de rigor, se la fumaron en pipa. Mi amiga se quedó con una casa aceptable para vivir, algunos dólares y…un maravilloso y enorme cuadro del siglo XVII atribuido a Osías Beert, uno de los más grandes y emblemáticos pintores holandeses de naturalezas muertas y bodegones. El cuadro, con un memorable marco dorado de época, presidió el comedor de una de las estancias, durante años. Había sido comprado en Europa seguramente a un noble arruinado y traído al Río de la Plata para “aristocratizar” a una familia rica. Todo esto pasó a finales del siglo XIX. Con los años,mi amiga, necesitada de “cash” empezó a acariciar la idea de vender el cuadro en una casa de remates de Nueva York. Hizo ver la obra con los representantes en Argentina y le dijeron que era maravillosa y que valía la pena intentar su venta en EEUU porque lograría un precio alto, lo que quiere decir cientos de miles de dólares o eventualmente millones. Cuando hizo los arreglos, se enteró de que el transporte de la obra corría por su cuenta como asimismo el seguro de viaje. No era moco de pavo; el embalaje costaba dos mil dólares y el transporte con impuestos y seguro, veinte mil más.

Mi amiga respiró hondo y sacrificó los veintidós mil dólares con la esperanza de solucionar su vida.

El cuadro llegó a Nueva York y allí le dijeron que no podían ponerlo en subasta si no estaba autenticado por un experto en pintores holandeses de época. El experto cobraba veinte mil dólares para mirar el cuadro y valorarlo y ochenta mil para extender un certificado oficial.

Valorarlo implicaba asegurarse de que era realmente antiguo, que no tenia “repintadas”posteriores que le quitaban valor, pero garantizar la autoría de Osías Beert requería de un expertizaje muy especializado que tenía otro precio…mi querido lector ya lo conoce ¡jajaja!....

Aquí le cuento que en cierto modo es lógico que el perito cobre mucho porque de su decisión

depende que una obra valga mucho o no valga nada.

En la casa de subastas le informaron que, con la valoración del sujeto en cuestión, les bastaba para intentar venderlo. Muchos clientes tenían sus propios expertos y no confiaban en nadie más.

Si quería venir al remate estaba invitada pero el viaje y el hotel debía pagárselo ella. Mi amiga, ya al borde de la quiebra total, envió los veinte mil dólares para el experto y se sentó a esperar, confiando en el valor y la belleza del cuadro.

Cuando pasó el remate le avisaron que el cuadro no había tenido interesados porque los compradores de ese tipo de mercadería en ese momento estaban lidiando con una gran colección holandesa que había salido a la venta en Europa y que intentarían ponerlo en la próxima fecha. Un mes después le avisaron que el cuadro no se había vendido y que podía retirarlo y traérselo a Argentina o dejarlo en depósito hasta el otoño en que la empresa abría su temporada anual. Con el verano encima, la última subasta del año siempre resultaba mezquina.

Dejarlo en depósito costaba cien dólares diarios. Mi amiga entró en desesperación cuando se enteró que regresar el cuadro costaría de nuevo otros doce mil dólares o más, ya que sería precio norteamericano. Lo dejó en depósito mientras pudo pagar y luego los “comprensivos”

rematadores le ofrecieron seguir teniéndolo a cuenta de la venta futura. No le aclararon quién pagaría el alquiler si el cuadro no se vendía y mi amiga casi no podía dormir, pensando.

Así las cosas, dos meses después, mi amiga recibió una llamada de la casa de remates, diciéndole que había aparecido un candidato para el cuadro, un comerciante que se dedicaba a comprar obras sin certificar, y se hacía cargo de los gastos de peritaje. Si salía bien ganaba y si no salía bien perdía. Era un cliente de la casa que aparecía fuera de temporada, buscando piezas sin suerte.

Le ofrecía un dinero que cubría los gastos que mi amiga había tenido con los trámites y algunos dólares arriba, a los cuales mi amiga se aferró para consolarse del fracaso . Aceptó, firmó la venta porque ya estaba harta del tema y ahí se enteró de que, entre el IVA norteamericano para una venta de un extranjero y la comisión de la casa de subastas, se le terminaron de disolver los últimos morlacos verdes y había perdido el cuadro sin ganar nada.

Unos años después, como para alimentar la morbosa nostalgia del cuadro perdido y comparar los precios obtenidos por obras similares en las grandes casas de remates del mundo, encontró en la flamante Internet un cuadro de Osías Beert, un bodegón enorme y majestuoso con pavos reales muertos, uvas, fuentes de plata, copas de traslúcido alabastro, panes con sus migajas gloriosamente pintadas, papagayos, aves de paraíso y mil objetos más que había sido vendido en Londres por la suma de seis millones y medio de libras. Era su cuadro.

Pipo Fischer

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