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Diario El Argentinoviernes 29 de marzo de 2024
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¡Oíd mortales!.....

¡Oíd mortales!.....

Hay otra ciudad como Venecia, con cuatrocientos puentes, cruzada por canales, que refleja en el agua sus maravillas neoclásicas. Es San Petersburgo, Petrogrado, Leningrado, según los humores de los tiempos. La hizo construir Pedro el Grande a finales del siglo diecisiete, con un esfuerzo descomunal, aprovechando una región de marismas salvajes, la desembocadura del río Neva. Caminar por sus calles, mirar sus iglesias, sus monumentos y sus plazas, dejan imaginar el trabajo que costó transformar un pantano en esa urbe fantástica.

Por un lado el bueno de Pedrito quería construirse una Venecia para él y por otro aseguraba una avanzada a Europa, con un puerto que le garantizaba la conexión con el resto del continente. Les comento algo sobre un templo que me deslumbró, antes de ir a la anécdota.

La Iglesia del Salvador, construida en mitad de una calle, con sus inmensas columnas de jaspe y su péndulo silencioso y pertinaz, me enseñó qué es un templo construido “sur sang”, es decir, sobre la sangre. Paseaba el zar Alejandro II de Rusia en su coche, cuando estalló una bomba que lo dejó maltrecho. Murió unas horas después. Era 1881.

En el mismo lugar donde cayó, se empezó a levantar dos años después una iglesia, conmemorando su muerte. En un pabellón situado dentro del templo, se conservan hierros retorcidos, adoquines manchados con la sangre de Alejandro y otras reliquias. Hay muchos ejemplos en el mundo de iglesias construídas exactamente en el lugar adonde alguien fue asesinado. No sé si la famosa iglesia Santa Felicitas en Barracas, se erigió en el lugar donde murió de un balazo Felicitas Guerrero de Álzaga, o en cercanías de su casa solariega.

En San José, el cuarto adonde cayó Urquiza fue transformado en una capilla.

El consejo gratis es que a San Petersburgo hay que visitarla en verano, porque algo más helado en invierno, no existe. ¡Jajaja!.....Allí espera el célebre Palacio del Hermitage con sus tesoros interminables y muchísimos lugares de culto, imperdibles como el Puente Petrovsky. El cadáver de Rasputín fue arrojado al río. Era Diciembre, si lo hubieran empujado en vida se habría transformado en una barra de hielo en instantes.

Frente al Palacio de Invierno, río de por medio, hay una alta glorieta con hermosas vistas de la ciudad, lugar obligado de todos los visitantes. Una linda mañana de primavera bajé de una “combi” que nos llevó a la glorieta y escuché sorprendido el Himno Nacional Argentino.

Todos los integrantes de la excursión corrimos hasta el lugar adonde un grupo de músicos muy jóvenes, vestidos con trajes del siglo XVIII con tacos altos y pelucas blancas con moño de terciopelo, interpretaban nuestro himno. Era un quinteto de cuerdas integrado por estudiantes del conservatorio. El arreglo, muy bien hecho, le daba al himno un aire barroco encantador. Los argentinos que estábamos escuchando, visiblemente emocionados, les preguntamos a los artistas si sabían lo que estaban tocando y por qué lo hacían. Respondieron en castellano con acento cubano, que nuestra canción patria era una pieza musical magistral y que ellos la incluían en su repertorio, junto a obras de Mozart y de otros músicos consagrados. De más está decir que sacamos nuestras billeteras y les llenamos de dólares la canasta, dólares que en aquella Unión Soviética equivalían a diamantes en bruto.

Seguimos nuestro recorrido y no nos cansamos de comentar el suceso; hicimos comparaciones con los otros himnos nacionales que recordábamos y llegamos a la conclusión que efectivamente el nuestro era el mejor y dejaba lejos a todos los conocidos. La combi me dejó en el hotel y me despedí de mis compañeros circunstanciales de excursión.

Continué solo mi visita a San Petersburgo, porque estaba invitado oficialmente, tenía hotel pagado, entradas para los teatros y museos, y me di una panzada inolvidable de cultura, antes de regresar a Moscú adonde estaba residiendo. Para ese entonces, ya me había familiarizado con los transportes y era capaz de hacer salidas rudimentarias sin guía, siempre a lugares muy emblemáticos y dentro del radio conocido. Es así que un día caí solo nuevamente en la glorieta, adonde los jóvenes músicos descansaban y bebían algo caliente. Con la esperanza de escuchar una vez más mi himno amado, me instalé frente a ellos justo cuando se dispusieron a empezar. Habían recibido una señal de alguien que vigilaba el ingreso de los coches al estacionamiento de la glorieta y comenzaron a tocar La Marsellesa, justo cuando un contingente de franceses se acercaba a ellos, para repetir la misma sorpresa, las mismas preguntas, las mismas respuestas y las mismas propinas generosas y emocionadas en la canasta. ¡A cuántas les habrá dicho lo mismo, querido lector!.... ¡Jajaja!.....

 

Pipo Fischer

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