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Cape Point

Cape Point

Hoy volveré a recordar mi viaje a Sudáfrica, partiendo desde Ezeiza en un avión que vuela de noche y regala un amanecer adelantado, de manera que el viajero pasa la noche más corta de su vida y pronto ve en la inmensidad del horizonte un peñón que “flota” en el mar.

Ese es el Cabo de Buena Esperanza donde se funden dos océanos, que parece la gigantesca proa de un barco de piedra. Ciudad del Cabo es interesante, cosmopolita aunque conservando cierto aire de pueblo. Todos los idiomas, todas las culturas, resabios de vieja arquitectura europea, entremezclados con edificios ultramodernos y plazas y parques llenos de verdor.

Visité el Parque Kruger, dormí en una cabaña redonda africana, escuchando a la noche los rugidos de los leones y los gritos de las exóticas aves. Una simple cerca de dos metros de alto, hecha de madera con algunos refuerzos de hierro cada tanto, es todo lo que me separaba del mundo salvaje. Si me asomaba a la baranda que protege del barranco, podia ver abajo un río plagado de hipopótamos. En la tienda de recuerdos compré una piel de cebra que tuve conmigo muchos años en casa, pero que finalmente regalé porque todo el mundo insistía con la mala imagen que daba yo en las revistas, exhibiendo la piel de un animal que pertenece a la fauna. Me cansé de explicar que la cebra en África es un animal con superpoblación y que la piel que yo tenía venía de un criadero de cebras que los africanos crían como vacas u ovejas porque se pueden comer y se venden en las carnicerías.

Viejos viñedos con sus mansiones de los siglos XVIII y XIX, con sus árboles centenarios, sus techos de paja, sus muebles señoriales y sus frescas galerías con sillones de caña, remontan a las viejas películas de Tarzán, donde se veía a los exploradores de pantalón corto, tomando el té en vajilla de plata con porcelana azul y blanca, servido por exóticos sirvientes de turbante.

En Sudáfrica me enteré que la cantante Miriam Makeba, que en mi juventud nos hacía bailar el Pata Pata, es un ídolo para los sudafricanos, una estrella muy alta, con una trayectoria artística y política relevante. La recordé especialmente porque dentro del Parque Kruger, los choferes de los jeeps que nos llevaban a ver los bichos, hablaban un extraño idioma combinado con chasquidos de lengua, algo rarísimo y único que se llama “ idioma click”, inédito modo de comunicación oral que se pierde en el pasado. Miriam Makeba cantaba intercalando esos chasquidos que en aquellos tiempos de mi juventud no me llamaron la atención porque mi cabeza estaba a mil con otras “inquietudes”…¡Jajaja!....

Ahora viene el sucedido extraordinario que justifica esta introducción sobre la bella Sudáfrica.

En Cape Point, un punto muy alto volado sobre el mar, hay un restaurante que se llama Two Oceans, punto obligado de los visitantes del mundo, por su buena comida, sus vistas espectaculares al mar y la vegetación que lo rodea, combinada con crestas de roca viva, adonde descansan muchísimos monos babuínos, con sus bebés y sus niños. Viven allí, ya que toda la zona es parque natural, pero los monos que se quedan tan cerca del restaurante, evidentemente dependen de los “planes” que la casa distribuye. Al final del día, quise suponer que los cocineros ponen las sobras al alcance de los monos para que se alimenten.

Imaginen entonces un edificio puesto al borde del acantilado, con terrazas al mar. A la espalda

están las puertas de ingreso al salón y a la terraza; hay una explanada para que los coches estacionen y como si estuvieran en los palcos de un teatro, cientos de monos sobre las rocas vecinas mirando y siendo vistos por los comensales que llegan, como la gente de Gualeguaychú mirando el corso viejo desde los balcones de las casas. En las puertas hay porteros que controlan las reservas y dan paso. Lo curioso es que abren y cierran rápido y obligan a la gente a circular. No, estimado lector, no se lo podrá imaginar hasta que se lo cuente. Estaba yo sentado con mi grupo comiendo, cuando de pronto un enorme mono babuino entró al comedor, aprovechando un descuido del portero, que seguramente indicó algo a alguien y dejó la puerta entreabierta un instante.

No es necesario ver a los leones para conocer la furia salvaje del África virgen. El mono, grande como un niño de ocho o nueve años, chillando en forma aterradora y exhibiendo unos colmillos amenazantes, se lanzó sobre las mesas, saltando de una en otra, agarrando la comida de los platos y devorándosela mientras una sirena ponía en guardia a los vigilantes, que munidos de palos y redes, lograron arrinconarlo y finalmente lo sacaron afuera.

El mono tuvo tiempo de romper platos, botellas y copas. Lastimó en la cabeza a unos cuantos, le mordió la mano a un comensal para sacarle una presa de pollo que tenía en mitad de camino entre el plato y la boca y provocó un desbarajuste inolvidable. Vino la ambulancia, la policía y se tardo largo rato en normalizar el servicio. Los otros monos seguian en sus puestos, tranquilos y confiados en el Ministerio de Medio Ambiente y Turismo que no permite que les toquen un pelo. Hay muchos ladrones que no son monos babuinos y están protegidos; simplemente los atrapan y luego los dejan libres. Presumo que la historia que les he contado del mono, se repetiría frecuentemente en el restaurante; de ahí el celo tan exagerado de los porteros que no dejaban que nadie se estacionara a charlar con la puerta semiabierta. Lo único feo de Sudáfrica era una inyección que te ponían cuando te otorgaban el visado, tan espesa y dolorosa que parecia que la jeringa estaba llena de dentifrico.¡ Jajaja!.....

Pipo Fischer

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