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Diario El Argentinoviernes 29 de marzo de 2024
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Recta final en el sudeste asiático

Recta final en el sudeste asiático

 Acabo de llegar a Naveu, un pequeño pueblo de unas cuarenta casas perdido entre las montañas de Laos, en la provincia de Sekong. La tierra en esta región es colorada y fértil como en el noreste argentino.


Martín Davico

(Colaboración)

Las casas, casi todas de madera, son pequeñas y la parte inferior de sus paredes se han teñido con el color de la tierra. Como si fuesen animales domésticos, los chanchos y los búfalos se pasean por las calles del pueblo a sus anchas. Es sorprendente la cantidad de niños que se ven, y también es sorprendente lo jóvenes que son las madres que llevan sus hijos en brazos.

Las humildes viviendas de Naveu se disponen alrededor de un descampado que cumple la función de plaza. Cuando cae la tarde la gente se reúne en esa parte del pueblo para recrearse  o hacer algo de vida social. Unos adolescentes juegan al ‘futvoley’ con casi la misma calidad que tienen los brasileros. Me invitan a jugar pero prefiero evitar hacer papelones y les digo que mejor mañana. Los niños descalzos corren con palos simulando que son espadas. La imaginación en la infancia es demasiado grande como para que la felicidad dependa de tener o no tener juguetes.

Doy una vuelta por ‘la plaza’ y un hombre me habla en un inglés ininteligible. Ante la novedad de mi presencia se empieza a acercar gente y termino rodeado por unas treinta personas. Hablo pausadamente acompañando mis palabras con gestos: “Soy de Argentina. Viajé en moto por Vietnam, Camboya y ahora lo hago por Laos”. Estoy con ellos unos minutos. Filmo a los niños con mi teléfono y les muestro los vídeos. Todos se ríen. En Naveu a las seis de la tarde todo está oscuro y a las nueve de la noche casi todo el mundo duerme. Por las mañanas, con el canto de los gallos y los gritos que dan los chanchos es muy difícil seguir durmiendo después de las seis de la mañana.

 Me doy un baño para arrancar el día. Utilizo una palangana de lata que hay junto a una canilla en el patio de atrás. Mientras me seco veo a dos chicos en la casa de al lado cazando pájaros con una gomera. Aunque seguramente cazan para comerlos, yo cruzo los dedos para que en ese momento no le peguen a ninguno. Durante el día los hombres van a trabajar a los arrozales y sólo se ven mujeres y niños. En la casa en donde me alojo están cercando el terreno con un tejido de alambre. Me acerco y les doy una mano. Luego Penghta, la chica que cocina para el mediodía, me pide si no puedo ayudarla a freír un poco de carne sobre un fuego que hay en el suelo. Mientras corta una verdura que yo nunca he visto me cuenta: “La semana pasada vinieron a darnos charlas informativas sobre cómo debemos actuar si nos encontramos con alguno de los explosivos que quedaron después de la guerra americana”. Almorzamos sentados en el suelo casi sin hablar. Compartir la comida con ellos me hace sentir un privilegiado. Nunca voy a olvidar este lugar.

Mi visado para permanecer en Laos caduca en dos días y tengo que salir del país. Entro a Vietnam por un cruce  muy cercano a la triple frontera con Camboya. El funcionario que sella mi pasaporte -un probable pobre infeliz- hace su aporte personal a la injusticia universal: me dice, mintiendo, que le debo pagar 100.000 dongs (unos cinco dólares) para entrar a Vietnam. Le contesto, también mintiendo, que no llevo dinero, que solo tengo 10.000 kips (un dólar). Agarra el dinero y subrepticiamente lo mete en un cajón.

Llego a Saigón, mi última parada en Vietnam, y visito un colegio para dar una pequeña charla de prevención. Les explico a los niños que en la boca viven bacterias que crecen rápidamente, que su alimento favorito es el azúcar y que cuando se acumulan en grandes cantidades enferman a las encías y a los dientes. Que debemos comer menos azúcar y que para barrer las bacterias de la boca debemos cepillarnos los dientes tres veces al día. “¡Con dos cepillados diarios no alcanza!” les digo.

 Soy invitado a cenar en un departamento alejado del centro de la ciudad. Hablo con un francés de 55 años que vive en Vietnam. Espera un hijo de una mujer vietnamita veinte años menor que él. Tomamos un Cabernet Sauvignon chileno. Me dice: “Mis historias con las mujeres occidentales han sido siempre tortuosas. Las asiáticas me resultan más sencillas para mantener una relación, y me han ayudado a darme cuenta de que el complicado siempre he sido yo”.

Seguimos hablando y me cuenta: “La vida en Vietnam es sobria, pero acá todos comen, todos tienen un techo y tienen una cultura del trabajo impresionante. Es, por el momento, un país mucho más equitativo que cualquier país latinoamericano”.

Mi viaje por el sudeste asiático empieza a terminar y debo vender la moto. Aparece por casualidad un comprador, negociamos un precio y cerramos un trato. Me paga y se lleva el maravilloso vehículo  fabricado en Taiwán con el que recorrí más de 10 mil kilómetros en  cuatro meses. Siento un pequeño vacío cuando el hombre se lleva la moto. Porque por más que reniegue de este mundo materialista, a veces pareciera que los objetos cobran vida y dejar de tenerlos despiertan nostalgia.

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