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Dinosaurios

Dinosaurios

Estudiante en la Escuela Superior de Bellas Artes de La Plata, fui un joven inquieto y curioso, con una energía a toda prueba y un deseo de vivir experiencias que hoy, cuando me pienso así, me siento agotado y tengo que sentarme. ¡Jajaja!....

Me acompañó siempre una memoria para la gente y las cosas, que aún conservo y sorprende a mis nietos. Es difícil que me olvide de algo que mereció mi atención, aunque sea por un momento.

Un verano de los sesenta, partimos en dulce montón los estudiantes de escenografía para vivir una aventura en el norte argentino y pasar a Bolivia, viajando en trenes y colectivos. Nos acompañaba el maestro Saulo Benavente, el legendario escenógrafo, nuestro profesor.

Empezaron a pasar cosas desde el principio. Un compañero llegó tarde al tren y recién se reunió con nosotros al otro día. Estábamos en diciembre y la idea era pasar la navidad en La Rioja, pero el tren tuvo un desperfecto y nos quedamos detenidos en el medio de la nada, el veinticuatro y el veinticinco, brindando con sidra caliente que conseguimos en el restaurante del tren, que en unas horas había quedado desabastecido.

Por fin llegamos a nuestro primer destino, El Valle de la Luna, un lugar que no parece de esta tierra, en aquellos tiempos solitario y majestuoso. Caminando con nuestros equipos de dormir, nos topamos con unos paleontólogos norteamericanos y canadienses que estaban levantando huesos de dinosaurios. Fue una experiencia visual única, porque pudimos ver cómo descubrían cuidadosamente las piezas, para meterlas casi instantáneamente en unas cajas a medida que previamente llenaban de yeso líquido. Ahí quedaban protegidas para trasladarse a la Universidad de La Plata, seña que estaba marcada en carteles que pegaban a cada caja, antes de subirlas a unos enormes camiones especiales que los científicos habían traído con ellos.

Pasamos unos días hermosos, aprendimos muchas cosas, entendimos los procesos de los siglos que van separando los esqueletos de los animales en los movimientos telúricos, de manera que un ejemplar puede terminar con la cabeza en un lado y las patas a cien metros. Nos despedimos de los paleontólogos y seguimos nuestro viaje.

Conocimos hoteles de provincia montados en viejas casas señoriales, con patios románticos llenos de plantas, como es en Gualeguaychú la posada de Stella Mac Dougall; algunos nos enamoramos y al llegar la hora de dormir, se producían unos sigilosos reacomodos de habitación, que volvían a ordenarse antes del amanecer. Todos colaboraban, porque en la recepción iban ubicando a las chicas con las chicas, a los chicos con los chicos y había que “reasignar” los lugares. Ud me entiende estimado lector, porque también fue adolescente alguna vez.

Viví una experiencia inolvidable durante un traslado en autobús, en los polvorientos caminos del norte argentino. Era un transporte colmado de gente de campo que se trasladaba con sus bultos, instalados en un estante de metal con rejilla, cerca del techo. Allí había zapallos, melones, ramos de albahaca, canastas con verduras y bolsas de harina.

Cuando estaba profundamente dormido, apoyado en el hombro del amor de mi vida, me despertó un chorro caliente en la cara, algo muy desagradable, que nos hizo desalojar el asiento al instante. Todos reían a carcajadas porque arriba de nosotros había un chivo maniatado, perdido entre las mercancías. Recibimos su regalo líquido. Vaya a saber las horas que el pobre bicho estaría de viaje.

Bien. Ya estamos en Jujuy y nos dirigimos a la frontera, para pasar a Bolivia. Una larga cola de camiones, autobuses, automóviles y carros, esperaba pacientemente su turno para acceder al paso hacia Villazón. Mucha gente de a pie, llevando enormes bultos, algunos conservando todavía la vestimenta típica, tan colorida y tan entrañable. Me han dicho que hoy no es usual ver esas imágenes, solamente en la gente mayor, como pasaba en nuestro pueblo con los gauchos típicos que yo veía en mi niñez por las calles y que hoy casi han desaparecido.

Ahora viene la anécdota. Caminando la larga cola, para entretenerme mientras esperaba, ví los dos peculiares camiones de los paleontólogos, cargados con las cajas que yo recordaba a la perfección, pero que ya no tenían el papel pegado que decía Universidad de La Plata, sino unos carteles nuevos, pintados sobre la madera, con la dirección de una universidad en California.

No tenía duda alguna que eran los mismos camiones y los mismos cajones. ¿Qué pasaba? intentaban sacar los valiosos huesos por una frontera blanda, para luego llevárselos a sus museos. Un robo. Un saqueo a nuestro patrimonio. Corrí a contarle a mis compañeros y Saulo buscó a la policía, que inmediatamente tomó cartas en el asunto, comenzando unas fuertes discusiones con los científicos extranjeros que al decir de Borges “sospechaban” el español.

En el momento nos sentimos héroes, detectives de huesos, pero unos días después ya en Bolivia, vimos con tristeza que los camiones habían pasado con su carga. Nos consolamos pensando que los norteamericanos tendrían mejor tecnología para estudiar los huesos y tratamos de pensar en un mundo abierto, colaboracionista, que intercambia información científica para el bien de la humanidad. No podíamos hacer otra cosa. Pipo Fischer

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